Los deportados ecuatorianos de Trump: regreso a un país bajo el terror del narco
Los inmigrantes expulsados por Estados Unidos se enfrentan de nuevo a una sociedad dominada por las pandillas en la que la extorsión y los homicidios son la rutina cotidiana

Cuando los extorsionadores llegaron al pequeño local de comida de Elena y Ramiro, en pleno centro de Guayaquil, supieron que su sueño de ser emprendedores había llegado a su fin. El negocio, que apenas llevaba cinco meses en marcha, funcionaba mejor de lo esperado. Servían desayunos y almuerzos a los trabajadores del sector, y aunque los márgenes eran ajustados, la esperanza de un futuro próspero les mantenía a flote. Pero esa mañana, cuando dos hombres en moto irrumpieron en el local, lo que prometía ser una jornada más de trabajo se transformó en una pesadilla. Les dejaron claro cómo serían las reglas a partir de entonces: 3.000 dólares cada mes como vacuna, como se conoce aquí a la extorsión. Un monto impagable para unos emprendedores cuyo único capital era el sudor de su frente.

Cuando Elena escuchó a los delincuentes decir dónde vivía, detalles de su casa, de lo que hacía ella y su familia, supo que no esperaría a que cumplan su palabra de balear el negocio, entendió que no había vuelta atrás, tenían que irse del país. Dos semanas después, con una deuda de 17.000 dólares, ella, su novio Ramiro y tres familiares de él, tomaron un vuelo hacia El Salvador. Era el primer paso hacia la huida.
El 9 de diciembre comenzó su travesía por Centroamérica, con el objetivo final de llegar a Ciudad Juárez y cruzar hacia los Estados Unidos. Diez días después, su grupo llegó al último punto del trayecto, donde un coyote les prometió ayudarles a atravesar la frontera, debajo de la tierra, bajo el muro de más de ocho metros de altura. Apenas unas horas después, las autoridades migratorias los capturó. Elena recuerda con dolor el golpe de uno de los oficiales: “Me dio un puñetazo, y ahí se acabó todo”, relata, mientras espera a que alguien la recoja en el aeropuerto de Guayaquil, a donde ha llegada deportada por las expulsiones masivas que se aplican por la política de Donald Trump. Está vestida con un calentador y abrigo gris, zapatos sin cordones, apenas la noche anterior se enteró de que sería deportada. Viajó en un vuelo chárter, junto a un centenar de migrantes ecuatorianos que tampoco lograron burlar a las patrullas migratorias.

Desde el inicio del año, más de 1.900 ecuatorianos han sido deportados desde Estados Unidos, un número que se suma a los 43.000 que han retornado al país en los últimos cuatro años, dentro de un convenio de retornados que ambos países mantienen desde 2005. Las deportaciones, lejos de ser un hecho aislado, son parte de una rutina: dos o tres vuelos semanales, según la Cancillería ecuatoriana.
En el avión, Elena conoció a Jennifer, una joven de 25 años. Ambas habían estado en el mismo centro de detención en Louisiana, pero las estrictas reglas del confinamiento y el aislamiento total impidieron que se encontraran o pudieran hablar. Fue recién en ese momento, sentadas en el aeropuerto esperando que alguien las recogiera, cuando descubrieron que compartían una realidad similar. Ambas migraron por miedo a la violencia, ambas provenían del mismo barrio, el Guasmo Sur. La conexión fue inmediata, pero el recorrido de Jennifer había sido aún más brutal. Ella había pasado cinco días secuestrada por una de las bandas criminales en Oaxaca. “Pasé en silencio todos esos días, con ropa holgada, con miedo de ver cómo se llevaban a las chicas para violarlas”, cuenta la joven. Después de ser liberada, logró cruzar la frontera y entregarse a los agentes de migración, quienes le pusieron un grillete y la dejaron libre en San Diego durante tres semanas. En la última audiencia decidieron enviarla a la “hielera”, el centro de detención en Texas, y luego trasladada a Luisiana, desde donde salió el vuelo que la traería de regreso.

No tiene ni un centavo. Jennifer, visiblemente preocupada, acaba de recibir la noticia de que su hijo de dos años y medio está enfermo. Lo único que tiene es una tarjeta con 50 dólares que el Programa Mundial de Alimentos entregó a cada uno de los migrantes al llegar a la terminal. También le hablaron de una página web en la que puede registrarse para recibir 470 dólares durante tres meses, como parte de la ayuda que el Gobierno ecuatoriano ofrece a los migrantes deportados. Sin embargo, esa posibilidad parece una promesa incierta.
A su llegada al aeropuerto de Guayaquil, los deportados se destacan entre la multitud. Sus rostros pálidos, marcados por la fatiga y el encierro, reflejan la frustración de quienes no encontraron lo que buscaban en el norte. Sin embargo, muchos intentan disimular el dolor y al primer contacto con su familia, muestran una sonrisa a pesar de la tragedia: “¡Adivina dónde estoy!”, dicen, solo para confirmar lo que ya sabe: ha regresado al Ecuador. Pero no hay nadie esperándolos. Ni amigos ni familiares se han enterado de su regreso. Están solos, preocupados, endeudados…
Elena no había revisado su teléfono desde el 19 de diciembre, el día en que fue detenida.
Ha estado todo este tiempo incomunicada con su familia y su novio Ramiro, quien fue deportado en enero. No sabe lo que está pasando en el país. “Supongo que todo está peor”, asume con una certeza amarga.

Ignora la balacera ocurrida en su barrio, el Guasmo Sur, o que en el cementerio de su barrio, enterraron a los cuatro niños que fueron desaparecidos por una patrulla militar y que después sus cuerpos fueron encontrados incinerados en medio de una zona pantanosa.
No sabe de las nuevas muertes violentas que han sacudido a la ciudad ni de la masacre de 22 personas en el barrio Socio Vivienda 2. Ni que las extorsiones, lejos de cesar, siguen aumentando, alimentadas por el miedo y la impotencia de quienes no pueden pagar.
Desde que Elena dejó el país, la violencia ha ido en aumento. La misma violencia que la obligó a huir ahora se ha apoderado de las calles, convirtiendo a Guayaquil en una ciudad sitiada. La economía, por su parte, no ha mejorado. El empleo sigue estancado y el salario básico solo ha aumentado en diez dólares. Elena regresa a un Ecuador desbordado, un país en llamas.
“Ahora debemos empezar de cero, vendimos lo poco que teníamos, más los 17.000 dólares que debemos cada uno”, cuenta la joven de 20 años y su rostro cambia, decepcionada. “Pensaba tener protección en Estados Unidos, pero no me creyeron. Tenía que decir que me habían violado, que me habían disparado, pero yo preferí no mentir”, narra preocupada de la deuda que debe pagar. En ese momento, Ramiro llega a su lado. Sin palabras, se funden en un abrazo largo. Ambos tienen algo claro: no hay opción de quedarse. Ecuador ya no es un país para vivir. Aunque el futuro es incierto, ambos saben que el único camino es irse. Volverán a empezar, a cualquier otro lugar, pero lejos de aquí.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.