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ELECCIONES EN COLOMBIA
Columna
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El momento de Gustavo Petro

Francia Márquez, un símbolo verdadero de cambio, la prueba de que este país algo ha avanzado en la conquista de la igualdad de oportunidades, fue definitiva en su llegada a la presidencia

Piedad Bonnett
Gustavo Petro junto a Antanas Mockus y Francia Márquez. Detrás, la madre de Dilan Cruz, un joven asesinado por la Policía durante protestas contra el gobierno de Iván Duque.
Gustavo Petro junto a Antanas Mockus y Francia Márquez. Detrás, la madre de Dilan Cruz, un joven asesinado por la Policía durante protestas contra el gobierno de Iván Duque.VANNESSA JIMENEZ (REUTERS)

Después de una larga trayectoria política por fin el momento favoreció a Gustavo Petro, quien se acaba de consagrar como el primer gobernante de izquierda de Colombia. Múltiples factores se conjugaron para facilitar este triunfo, pero uno de los principales fue la creciente irritación popular con el mal gobierno del presidente Duque, alfil de Álvaro Uribe, quien en medio de una pandemia que agravó los problemas ya crónicos de pobreza y desigualdad, mostró insensibilidad y falta de conexión con las necesidades de las mayorías, hasta el punto de proponer una inoportuna reforma tributaria que desató un estallido social de inmensas proporciones, que fue sofocado con brutalidad por las fuerzas policiales. Petro fue uno de los pocos políticos que comprendió la magnitud del reclamo y que supo apoyarlo oportunamente, incluso – y muy dentro de su estilo audaz y provocador- pasando la raya de la prudencia cuando abiertamente avaló la dotación que Gustavo Bolívar, uno de los más polémicos seguidores suyos, organizó para los jóvenes de la llamada Primera Línea.

Pero otras cosas se fueron juntando, poco a poco, para darle la oportunidad de su vida: la falta de fuerza y unidad de un centro que no logró consolidarse como equipo ni cautivar a un electorado al que la moderación le dice poco en tiempos de redes exaltadas y rabias contenidas; el paulatino declive del uribismo, y sobre todo de un Uribe cada vez más cuestionado por la justicia; y la derrota de Federico Gutierrez, el candidato de la política tradicional, que muchos creían que era su más importante contendor. Lo más difícil, sin embargo, estaba por venir, cuando la marea de la contienda lo llevó finalmente a enfrentarse a un outsider cuya popularidad creció inesperadamente y logró cautivar a una buena parte de los votantes colombianos, hasta el punto de convertir la campaña electoral del 2022 en una de las más inciertas, fieras, interesantes y agotadoras de las últimas décadas.

Ganarle a Rodolfo Hernández, el candidato que acaba de ser derrotado por Petro– pero que obtuvo la nada desdeñable suma de 10 millones y medio de votos- no parecía una tarea fácil. El exalcalde de Bucaramanga - que se “vendió” como adalid de la corrupción, aunque está encausado por corrupto- encarna un populismo muy al estilo de Trump, que combina la rudeza, la procacidad, el pintoresquismo y la arrogancia, con una visión pragmática y simplista de los problemas sociales, y una gran ignorancia del país que se aprestaba a gobernar. Pero representa otras muchas cosas que algunos colombianos admiran: por una parte, el mito del trabajador incansable– que también promovía Uribe- productivo, ahorrador, que se ha hecho “a pulso”, y el del empresario que genera empleo, pero también sabe cómo enriquecerse y darse una buena vida. Y también el modelo de patrón-capataz al que no le tiembla el pulso frente a sus empleados; el del macho capaz de amenazar violentamente a su enemigo, de decir que la mujer estaría mejor cuidando a los hijos, de hacer chistes que hablan de prostitutas y de mujeres que le sacan la ropa a sus maridos; y del político que promete -como AMLO- reducir al mínimo el aparato del Estado y ahorrar en todo lo que parece lujoso o prescindible.

Sin embargo, lo que en verdad hacía de Hernández un rival temible para Petro, es que -fuera quien fuera- se constituía en la única esperanza de los que odian o temen a Petro, que son muchos: desde la derecha más recalcitrante, conformada por los miembros del Centro Democrático y muchos conservadores, hasta muchos empresarios y terratenientes y esa parte de la ciudadanía que lo relaciona con la guerrilla, con Chávez, con Maduro; y la que, sin temerle, lo tilda de demagógico, mesiánico, autoritario, y mal administrador. Todos esos sectores se unieron intentando vencerlo. Pero Petro lo supo hacer, apelando a lo que fuera. Lentamente fue descafeinando su discurso, acercándolo a uno más moderado, menos intimidante, y llenándolo de eslóganes que seducen no obstante su altisonancia, como aquel de potencia mundial de la vida, o la política del amor. Sabiendo del catolicismo de los colombianos, fue a visitar al Papa, y en su primer tuit como presidente juntó las palabras Dios y Pueblo, así, con mayúscula. Sus asesores le aconsejaron vestir de manera más formal, más “ejecutiva”, y hasta su hija Sofía le aportó puntos con su inteligencia y su belleza. Y, en materia de alianzas, aceptó lo que fuera. Mientras su rival las rechazaba todas ―en un falso gesto teatral de independencia― él aceptaba cualquiera, desde la de politiqueros profesionales de dudosa confiabilidad, hasta la de un pastor antiaborto. Incluso habló en algún momento ―ver para creer― de unirse a Uribe. Pero su gran acierto fue ―después de ciertas vacilaciones, hay que decirlo― postular como vicepresidenta a Francia Márquez, una vez esta alcanzó una votación enorme dentro del Pacto Histórico. Francia, una mujer afro, carismática y aguerrida, pero sobre todo un símbolo verdadero de cambio, la prueba de que este país algo ha avanzado en la conquista de la igualdad de oportunidades, fue definitiva en su llegada a la presidencia.

Dos factores más le ayudaron a alcanzar la presidencia: que ante la perspectiva de que un candidato tan peligrosamente errático como Hernández llegara a gobernar a Colombia, muchas respetables figuras públicas ―políticos, periodistas, intelectuales y científicos― adhirieron a última ahora a su candidatura. Y que, como Uribe, el entusiasmo de sus seguidores lo ha dotado de un “teflón” que hace que ningún escándalo de los que lo rodean haga mella en su prestigio. Ni el que alguna vez lo relacionó con una tula llena de billetes, ni el que suscitó su hermano cuando fue a la cárcel a hablar de perdón social con políticos corruptos, ni los que han causado sus propuestas más delirantes o impracticables como la de un tren elevado que una dos extremos del país.

Los que intentan crear miedo a Petro aduciendo que fue guerrillero, se equivocan. Por el contrario: en un país urgido de paz, donde los Acuerdos han contado con tanta resistencia y son saboteados día a día, hay que celebrar que un desmovilizado haya llegado al poder. Gustavo Petro, durante los muchos años que fue senador, se mostró como un hombre valiente, que hizo importantes denuncias sobre la relación entre paramilitarismo y política y sobre las ejecuciones extrajudiciales a manos de miembros del ejército. El miedo puede provenir de otra parte. De que a pesar de su inteligencia, su habilidad política, y su conciencia social, en su gobierno eche mano de ese tono pendenciero y a veces incitador de odios y resentimientos que se le ha visto tantas veces, encendiendo fuegos donde hay leña seca. O que, terco e impulsivo como es, a pesar de su frialdad, se empeñe en algunos de sus proyectos delirantes, descarrilando la economía. En su discurso ―a mi modo de ver un poco ampuloso y vago― habló de unir a una Colombia que sigue drásticamente dividida. Ojalá no se quede en promesa.

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