Érase una vez natividad
Entonces éramos sencillos, torpes y felices, antes de que las celebraciones navideñas giraran en torno a las redes sociales, el comercio electrónico y los algoritmos
“Los tiempos en que aún nuestros sentidos ardían luminosos como llamas, los tiempos en que el hombre conocía el rostro y la mano de su padre; en que algunos sencillos y profundos conservaban la impronta de la Imagen”, Novalis
Entonces éramos felices, conversábamos mirándonos a los ojos, sin extraviarnos en la pantalla del smartphone. Hablábamos y nos escuchábamos sin mensajes de texto y emoticones. Nos reconocíamos y comprendíamos sin recurrir a ningún artefacto. Bastaba mirarnos a la cara. No borrábamos y mucho menos eliminábamos lo que pensábamos. Tampoco reaccionábamos o insultábamos con la velocidad de un clic. Mucho menos teníamos al alcance de la mano ChatGpt [1] para expresarnos mejor y parecer más inteligentes. Todavía éramos naturalmente inteligentes.
Sentíamos y pensábamos antes de hablar y escribir. Teníamos algo personal, íntimo e intransferible para decirnos. Aún éramos humanos, no adminículos de la tecnología, al vaivén de los algoritmos. No vivíamos atrapados en redes sociales desfogando prejuicios, propalando mentiras y odios, creyéndonos mejores y superiores a todos los demás. No existían esas redes, cloacas del rumor, la vulgaridad y la vanidad, donde se renuncia y pierde todo vestigio de dignidad y decencia personal. Redes que forman miles de tribus con mensajes hostiles donde todos sienten, piensan y son iguales a los algoritmos que alimentan sus identidades narcisistas y pueriles, encalladas en la evocación de un pasado lleno de picardías sexistas, machistas, conquistas imaginarias, complicidades académicas, borracheras inolvidables y fraudes exitosos.
Extraviados de felicidad
En esas navidades de infancia gozábamos inocentemente la libertad de ser y no de tener. Deambulábamos extraviados por calles y ciudades buscando direcciones, sin contar con la guía de Waze. Así nos topábamos de vez en cuando con la felicidad. Éramos irremediablemente ingenuos, escribíamos cartas al Niño Dios, hoy suplantado por un pederasta de la inocencia llamado Papá Noel. Y, lo más inverosímil, el Niño Dios nos respondía con generosidad, porque sabía lo que queríamos. Entonces nuestros deseos tenían límites, eran familiares. Ahora nuestros deseos están proyectados y exacerbados sin límites en la vastedad sideral del comercio electrónico y la publicidad, esa Celestina que nos seduce con una felicidad ilusoria y nos ata de por vida a las redes del crédito y el consumo.
Por eso vivimos pagando cuotas eternas e intereses agiotistas, que renovamos con cada promoción y espejismo publicitario. Creemos que el éxito y la felicidad se obtienen con cada nueva compra. La felicidad es cada vez más eléctrica, veloz y fugaz: un nuevo carro híbrido con todos los dispositivos imaginables nos guía con precisión hasta nuestro destino final, la muerte. Celulares cada vez más inteligentes, nos predicen lo que va a suceder, nos suplantan, comunican y hablan en nuestro nombre. Confieren honor y hasta distinción social. Electrodomésticos autónomos nos liberan del tedioso y odioso trabajo manual. En fin, cosas y casas inteligentes nos ofrecen todo al alcance de la mano y basta con mover un dedo para que luzcan impecables, inodoras y hermosas, vacías de sentido y llenas de bisuterías. En ellas, sus privilegiados propietarios todo lo tienen resuelto, hasta el sentido de sus vidas, previstas y prefiguradas por algoritmos que manipulan sus deseos. Ya no piensan, para eso está ChatGpt, que resuelve en segundos con absoluta certeza todas sus preguntas y dudas.
Navidades con globos de felicidad
En las navidades de ayer todo era distinto. Hasta elevar un globo tenía sentido. Era una aventura en la que todos los miembros de la familia participaban. Recuerdo mis ojos de niño alucinado, fijos en el papelillo multicolor que se iba inflando. Su boca trabada con alambres rústicos y delicados dejaba escapar el humo, para luego tambalearse y empezar a subir despacio, como si llevara toda la alegría y la esperanza de la familia. Era un globo predestinado, porque de diez, si lográbamos elevar cinco era una proeza.
El fuego de las ilusiones
Era el preciso instante en que cualquier movimiento en falso quemaba ese mundo de ilusiones y se consumía la aventura en medio de nuestra algarabía de niños inconsolables y la frustración de los mayores. Pero con la alegría recalentada por el globo chamuscado comenzábamos otra aventura hasta lograr que un nuevo mundo cálido, encerrado en papelillos de colores, dejara tras de sí una huella de humo negro y se perdiera en las entrañas de la noche, en los contornos de la luna.
Adviento ya no existe
Entonces éramos sencillos, torpes y felices. Conocíamos el sentido profundo de Adviento[2] como símbolo de esperanza, amor y luz de quien nació en Nazaret, Galilea, huyendo de Herodes[3], hace ya más de 20 siglos, según los evangelios de Juan y Marcos[4], por lo que lo llamaban el nazareno. Hoy es tierra arrasada y seguro sería un refugiado más, sobreviviendo en un pesebre junto a millones de sus coterráneos, tildado de subversivo, traidor o hasta terrorista, por aquellos que todavía no logran comprender su mensaje de igualdad, dignidad, fraternidad y perdón. Un mensaje y una doctrina sin los cuales nunca será posible la reconciliación y la convivencia pacífica entre todos los pueblos y culturas. Especialmente, entre palestinos e israelíes. Reconciliación y convivencia hoy aniquiladas por quienes, con la soberbia de su codicia ilimitada (Musk), poder militar (Trump, Putin, Kim Jong-un, OTAN) y tecnologías informáticas (Zuckerberg y Bezos) dominan el mundo y configuran un “orden internacional” a la medida de sus delirios, ordenando crímenes de lesa humanidad con plena impunidad. Todo ello bajo la coartada de ser jefes de Estado. Por eso Jesús de Nazaret respondió a Pilato: “Mi Reino no es de este mundo. Si mi Reino fuera de este mundo, mis seguidores habrían luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero no, mi Reino no es de aquí”[5] y fue crucificado. ¿Seremos capaces de resucitar su espíritu y reconocernos como iguales en dignidad y fraternidad, más allá de fanatismos políticos nacionalistas, tecnológicos, económicos, étnicos y religiosos? Es mi deseo. Entonces recobraríamos el sentido de la Natividad y volvería a nacer nuestra común humanidad.
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