Para recordar a un hombre de teatro
Tengo la impresión de que la muerte de Carlos José Reyes no sólo es la desaparición de un protagonista de la cultura colombiana en el siglo XX, sino también de una parte de nuestra memoria viva
La última vez que hablé con él, Carlos José Reyes estuvo contándome anécdotas sobre el mundo del teatro colombiano en los años sesenta, cuando una generación de hombres y mujeres extraordinarios cambió para siempre la idea que teníamos en este país de lo que puede pasar en un escenario. Yo andaba por entonces averiguando todo lo que pudiera averiguarse sobre la vida de Feliza Bursztyn, la artista que hizo más de una escenografía en esos tiempos, y durante un par de horas Carlos José Reyes me habló de ella, por supuesto, pero también de todo lo demás: de unos años de efervescencia en las artes escénicas de Colombia, de su complicidad con el gran Santiago García en el Teatro de la Candelaria, del tiempo en que trabajó con Fausto Cabrera en el Teatro El Búho: todos nombres que forman parte de la historia del teatro colombiano. Carlos José Reyes hablaba de esos mundos desaparecidos con la familiaridad que le daba el haberlos vivido, pero además con el conocimiento preciso de haber escrito sobre ellos. Y por eso tengo la impresión de que su muerte, que ocurrió en Bogotá el pasado 15 de septiembre, no sólo es la desaparición de un protagonista de la cultura colombiana en el siglo XX, sino también de una parte de nuestra memoria viva.
Carlos José Reyes fue todo lo que se puede ser en las artes escénicas: dramaturgo, actor, director, guionista de televisión e investigador para sus propios guiones. Fue historiador del teatro, y sus volúmenes sobre teatro y violencia son imprescindibles para entender la relación entre ambas cosas, sí, pero también la fascinación que han tenido los narradores colombianos ―no importa en qué género― por este rasgo imperecedero de nuestro temperamento social. Fue todo eso; pero sobre todo fue un conversador generoso e infatigable y un hombre de una curiosidad que nunca se dio por saciada, lo cual sin duda tiene que ver con la vejez serena y a la vez vibrante que tuvo. Una de sus grandes virtudes como conversador era cierta impaciencia que le impedía perder el tiempo en frases de cajón o en cortesías sin contenido. Cuando hablaba, iba al grano: aunque uno se encontrara con él en la calle, debajo de un aguacero, a la segunda frase ya estaba hablando de Brecht, o del cine de Francisco Norden, o de la separación de Panamá. Lo puedo decir, claro, porque me ocurrió. En los tres casos.
Creo que lo conocí hace 20 años, aunque no tengo la fecha clara, y en este tiempo han sido muchas y muy ricas las conversaciones que hemos tenido sobre nuestros intereses comunes, pero también sobre las mil cosas que un hombre de su cultura vastísima sabía y que yo, en cambio, ignoraba. Me habría gustado hablar más con él de Marguerite Yourcenar y de Memorias de Adriano, un gusto que ―me parece― compartíamos. Hablamos muchas veces del 9 de abril de 1948 y de los días siguientes, que a mí me han obsesionado toda la vida ―por razones políticas, por supuesto, pero también literarias y familiares―, y lo recuerdo muy bien contándome cómo su padre, que tenía su oficina de abogado penalista frente al edificio Agustín Nieto, solía asomarse a su ventana e indicarles a sus clientes un espacio de la calzada de la carrera Séptima: “Ahí quedó Gaitán cuando lo mataron”, les decía. Cuando Carlos José dirigía Revivamos nuestra historia, una serie de televisión de la que se acordarán algunos de mis lectores, escribió el guion de los episodios sobre Gaitán y su asesinato. Para mí, que había crecido oyendo historias sobre el 9 de abril, Gaitán tuvo durante unos años la cara y la voz de Edgardo Román, el actor que lo interpretó en la serie. Sospecho que lo mismo le pasó a más de un televidente.
Carlos José Reyes fue un hombre de teatro como no hay más de una docena en la historia de Colombia. Supo (y dijo más de una vez) que el teatro era un lugar donde el ser humano se inventa a sí mismo, o donde aprende a ser lo que puede ser, y lo practicó durante 60 años con eso en mente. (Aunque es inexacto hablar de 60 años. Estoy pensando en 1959, cuando Carlos José dirigió una obra de Ionesco para un festival del Teatro Colón; pero él, sospecho, me recordaría que a los cuatro años ya estaba actuando en no sé qué producción de no sé qué compañía, y tendría razón.) También creyó que había una relación misteriosa entre el teatro y la capacidad de una sociedad para hablarse, para negociar sus diferencias, para tratar de no hacerse daño, y acaso parte de esto era otra de sus múltiples facetas: dramaturgo y director de teatro para niños. Creía que inventar una nueva generación de público era también inventar una nueva generación de ciudadanos.
Todo lo hizo con entrega y transparencia, sin hacer trampa ni tomar atajos, como si ni siquiera se fijara en la construcción de un legado que lo superara: más bien fijándose en lo que las artes escénicas podían hacer por este país atribulado que fue el suyo. Y, sin embargo, su legado está ahí: en los libros que escribió, las series con las que nos contó nuestra historia, los papeles que interpretó ―pocos segundos como médico en Cóndores no entierran todos los días, varios más en una serie sobre Bolívar donde interpretó a su propio antepasado― y las obras, las muchas obras, que dirigió sobre las tablas. El teatro es el arte de lo efímero: por más que asistamos a las salas con esa superstición, los espectadores de teatro sabemos que no es posible ir dos veces a la misma obra, que la obra siempre cambia, que cambia incluso (o sobre todo) para los que la hacen. Pero el teatro se hace con cosas que no son efímeras: la dedicación y el talento y el conocimiento y el arte de la gente de teatro. Carlos José Reyes fue una de esas personas, parte de una generación que ya está desapareciendo y a la cual, me parece, le debemos mucho. Tampoco sus legados son efímeros. Y hay que dar las gracias por ello.
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