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Donald Trump
Columna
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Niñatos poderosos

Estados Unidos ha tenido presidentes borrachos, deshonestos y hasta insustanciales, pero no infantiles. Hasta que llegó Trump. El hombre más poderoso de Occidente fue un matoncito de colegio que hizo de la pataleta una forma de la política

Donald Trump, candidato presidencial republicano, celebra en un acto de campaña en el Nassau Veterans Memorial Coliseum, en Uniondale, Nueva York, el 18 de septiembre de 2024.
Donald Trump, candidato presidencial republicano, celebra en un acto de campaña en el Nassau Veterans Memorial Coliseum, en Uniondale, Nueva York, el 18 de septiembre de 2024.Brendan McDermid (REUTERS)
Juan Gabriel Vásquez

Los ha habido borrachos y deshonestos, como Nixon, o insustanciales como Bush padre, o simplemente bobos, como Bush hijo; pero con los años he comenzado a creer que la profunda novedad de Donald Trump, como presidente de Estados Unidos y ahora candidato de nuevo, consiste en un rasgo más peligroso por lo inverosímil, pues nos cuesta verlo o aceptarlo a pesar de la evidencia: el infantilismo. Trump no es borracho pero sí deshonesto, y es insustancial de la peor manera, porque más que bobo es vanidoso y cruel; pero lo que lo hace más extraño, dada la posición que ha tenido y la influencia que actualmente tiene, es su carácter inmaduro y pueril. Nos cuesta trabajo aceptarlo porque el cerebro no está programado para eso. No asociamos poder con puerilidad, ni autoridad con inmadurez. Pero ahí está, a la vista de todos: durante cuatro años, el hombre más poderoso de Occidente fue un niñato que hizo de la pataleta una forma de la política, y cuya comprensión del mundo es la de un matoncito de jardín infantil. Ése es el candidato republicano de esta campaña presidencial que marcará las vidas de todos. ¿Pero lo está viendo todo el mundo? No lo creo.

Después del debate en el que Harris lo destrozó sin remedio, o dejó ver su incompetencia, su charlatanería y su franco hablamierdismo, Trump hizo algo tan predecible como asombroso: salió a quejarse del árbitro. Acusó a la cadena ABC de pasarle las preguntas con anticipación a su oponente; acusó a Kamala Harris de llevar un audífono oculto. La reacción hubiera podido ser burlona o sarcástica, pero ya nada lo es en nuestra sociedad infantilizada, pues no falta quien se tome en serio hasta lo más indigno de nuestra consideración. (No me sorprendió que se tomara en serio las acusaciones infantiles la impagable Marjorie Taylor Greene, cuya profunda imbecilidad nunca decepciona: es la misma que confundió Gestapo con gazpacho, la misma que cree en rayos láser judíos que incendian los bosques.) Desde luego, no hace falta ser un politólogo de Harvard para señalar que en un debate nacional por la presidencia de Estados Unidos nadie necesita que le filtren las preguntas: las preguntas son las mismas siempre. Yo habría podido predecirlas: una pregunta sobre inmigración, una pregunta sobre economía, una pregunta sobre política exterior, y así sucesivamente. Pero Trump sostuvo sin vergüenza que Harris había recibido las preguntas con anticipación. Todo era una pataleta, una más: una rabieta de niño malcriado. Y lo más preocupante, y lo más peligroso, es la evidencia de que el público norteamericano se ha acostumbrado a eso.

Yo todavía recuerdo la sensación de desconcierto que tuvimos cuando Trump, en su primera campaña presidencial, comenzó a ponerles apodos a sus competidores: vimos a un hombre aparentemente adulto, cuyo objetivo era la presidencia de un país poderoso, burlándose de la estatura del candidato que tenía al lado (“Mini Mike”, le dijo a Bloomberg) o llamando “Baja energía” a Jeb Bush. A Marco Rubio lo llamaba “Pequeño Marco”; a Ron DeSantis lo llama “Ron DeSanctimonius”. Y nos preguntábamos: ¿esto está sucediendo de verdad? ¿De verdad es posible que esto no provoque la decepción o el desencanto? Pues no: los suyos le reían y le ríen sus gracias, porque el infantilismo es contagioso. La infame Kellyanne Conway –la autora de la célebre idea de que el presidente no miente, sino que tiene verdades alternativas– dijo una vez que lidiar con Trump era como vestir a su hija pequeña: había que darle varias opciones para que escogiera la que más le gustara. Los militares que le presentaban informes todos los días salían levemente escandalizados, pues la atención de Trump, su capacidad para manejar ideas complejas o para tomar decisiones basado en algo que no fuera su capricho inmediato era casi nula. Las frases “el adulto responsable” o “el adulto del lugar” (the adult in the room) se convirtieron en maneras cotidianas de hablar de la difícil tarea a la que se enfrentaban todos los días los subalternos del presidente.

Por supuesto que la puerilidad normalizada es uno de los rasgos alarmantes de nuestra sociedad contemporánea, por lo menos en Occidente, donde el comportamiento adulto es cada vez más infrecuente en adultos, y donde todos los rasgos de la niñez –la incapacidad para esperar lo que se desea, la dificultad profunda para lidiar con la frustración, la sencilla imposibilidad de mantener la atención puesta sobre la misma cosa durante un tiempo sostenido– han pasado a ser parte aceptada de lo que somos y hacemos. Pero no era usual que los más poderosos fueran también las personalidades más pueriles. No sé bien cómo llegamos a eso, pero tengo la certeza de algo tuvo que ver la irrupción de las redes sociales, el más grande experimento social que se ha llevado a cabo en la historia de la humanidad. (Modificación del comportamiento, lo ha llamado uno de los pioneros de los avances digitales y ahora uno de los críticos más críticos de esos avances: Jaron Lanier.)

Las redes sociales son –espero que no sea necesario que lo demuestre– un lugar de narcisismo y puerilidad, y lo han sido desde el principio: ya nos hemos acostumbrado, pero los que nunca hemos estado en ese mundo nos seguimos acordando con fascinación de esos primeros tiempos en que adultos responsables hablaban de likes y “amigos”, y comparaban sus seguidores y se preocupaban por su popularidad sin caer en la cuenta de lo risible que sonaba todo. Ahora el dueño de uno de esos lugares de narcisismo y puerilidad es uno de los hombres más transparentemente narcisistas, más desvergonzadamente pueriles, de las esferas públicas: Elon Musk. Musk se ha hecho millonario dándoles a los adultos juguetes costosísimos, no vaya a ser que la vida adulta los saque de la infancia, pero ahora, como dueño de Twitter o X, se ha convertido en una figura enormemente poderosa. Y tanto poder en manos de un narcisista infantilizado, en momentos en que un infantilizado narcisista quiere ser presidente de Estados Unidos, debería ser una fuente de preocupación para todos.

Durante los primeros meses de la presidencia de Trump, una revista de psicología publicó una evaluación de su personalidad, y concluyó que no exhibía los signos de madurez propios de un adulto. Una personalidad madura se distingue por varias cosas: la capacidad para ver el mundo desde el lugar de otros, para gestionar la frustración, para ir más allá del propio interés, para ver con claridad la diferencia que existe entre nuestra opinión de nosotros mismos y la opinión de los demás. Nada de esto, concluía el artículo, parece aplicársele a Trump, cuya egolatría es de caricatura, cuya empatía parece inexistente y cuya crueldad no es distinta de la del matoncito de colegio que les arranca las alas a las moscas. Lo que hemos visto en la actual campaña es ese comportamiento infantil –las rabietas cuando siente que pierde, la preocupación por el tamaño de los mítines, los apodos y las burlas– aumentado por los años y la decadencia cognitiva. Trump, como Benjamin Button, parece más niño mientras más viejo se hace. Pero qué bien nos caía Benjamin Button, y qué ridículo, en cambio, se ha visto y se sigue viendo Donald Trump.

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