John F. Kennedy, 120 desnudos femeninos y punk: la disputa entre un grupo de mujeres y colectivos juveniles por un monumento de la Bogotá del siglo XX
Las Madrinas de Banderas señalan de violencia machista a quienes pintan las figuras de un grupo escultórico en la localidad de Kennedy. Los jóvenes lo ven como un símbolo del imperialismo estadounidense y buscan resignificarlo
Es de noche. Hace frío. Suena música punk a todo volumen. “Tierra, dolor, hambre, miseria... ¡es lo que agobia mi vida entera! Tierra, dolor, hambre, miseria... ¡es lo que agobia mi vida entera!”, canta un punkero bogotano. Entre una estación de Transmilenio y el Monumento a las Banderas —20 mástiles para pabellones de países americanos, sobre pedestales con seis mujeres cada uno—, un centenar de jóvenes disfruta del concierto. Algunos bailan frente al escenario improvisado. Otros hablan con sus amigos, toman unos sorbos de cerveza o compran algún producto derivado del cannabis: brownies, arequipe, aceites. Mientras, funcionarios de la Alcaldía monitorean que se cumplan unos pactos que posibilitaron este festival de rock, rap y consumo responsable de sustancias psicoactivas. Tienen una tarea muy específica: deben asegurarse de que, al final de la noche, no haya ninguna pintada nueva sobre los cuerpos de las 120 mujeres desnudas del monumento.
Un grafiti es algo normal en Bogotá. Pero uno en este espacio tiene connotaciones diferentes a las de los muros que rodean la estación de Transmilenio o cualquier otra parte de Kennedy, una localidad de 1.250.000 habitantes. Un colectivo de mujeres mayores, Madrinas de Banderas, tiene un apego especial por el monumento, otrora blanco de un sinnúmero de rayones. Las Madrinas sintieron durante años que los pezones destrozados de las estatuas y las pintadas que marcaban sus genitales eran un reflejo de la violencia machista que ellas mismas habían sufrido a lo largo de sus vidas. Por eso, lucharon para que el Distrito restaurara el monumento y recuperara su aspecto original. Lo lograron en 2020 y, desde entonces, buscan que se mantenga impoluto. Un coronel retirado las ayuda: vigila el monumento desde su apartamento al otro lado de la calle y les avisa si acecha algún peligro.
El problema, para ellas, es que los jóvenes no piensan retirarse del espacio. La plazoleta es uno de los pocos lugares que ven en Kennedy para hacer conciertos comunitarios. Es, además, un sitio representativo de la localidad, ideal para todo tipo de reivindicaciones: una bandera LGBT o palestina, pañuelos verdes por el derecho al aborto, capuchas que representan la protesta social. Y, como si fuera poco, algunos desafían directamente el significado del monumento. Construido en 1948 para la Conferencia Panamericana en la que se fundó la Organización de Estados Americanos y nunca inaugurado debido al Bogotazo, lo ven como un símbolo del imperialismo estadounidense. Lo asocian a que, en 1964, la localidad pasó a denominarse oficialmente en honor al expresidente estadounidense John F. Kennedy.
Las Madrinas
Rosalba Rodríguez, una santandereana de 64 años, es la líder indiscutida de las Madrinas de Banderas —también conocidas como Damas de Blanco—. Llegó a Bogotá en su adolescencia para formarse antes del noviciado de las Hermanas Misioneras de Santo Domingo. Aunque ya no ejerce la vida religiosa, heredó de las monjas la vocación por el trabajo social y apoyó desde entonces a grupos de mujeres en varias localidades de Bogotá. En 2011, fue quien sugirió que 21 señoras mayores adoptaran el Monumento de Banderas como parte de las celebraciones por los 50 años de la localidad. “Yo hablé con el doctor Matheus [exalcalde local]. Le dije que había un grupo de mujeres mayores que podían hacer un buen acto de presencia y de participación”, recuerda en la tarde de un miércoles, vestida de blanco y sentada sobre los escalones del mástil central del monumento.
La lectura de Rodríguez hace referencia a los símbolos que sostienen las esculturas femeninas y que debían inspirar la Conferencia Panamericana: una espada para la justicia, un rayo para la ciencia, una planta de maíz para la agricultura, un pergamino para la sabiduría, una rueda para el progreso y un caduceo y un ancla para el comercio. La lideresa los ve como un homenaje a las mujeres: “Cada símbolo muestra todo lo que la mujer ha hecho. Representan a la mujer luchadora, a la mujer entregada a su familia, que trabaja por la paz, por la salud, por el derecho a la vida”. Sin embargo, también representan los derechos vulnerados: “Ahora tenemos acceso a la educación y participación social y política, pero en esa época ni siquiera podíamos votar. Y aún falta justicia, se asesinan mujeres y no pasa nada”.
Un aspecto central es que las Madrinas sean mujeres mayores, un grupo que Rodríguez considera como especialmente vulnerable. “La mujer mayor pasa a ser historia. No tiene importancia, ya no nos sirve. Aunque, por otro lado, muchos padres salen de paseo y usan a la abuela para que se quede en casa cuidando a los niños. No se dan cuenta de que necesitamos descansar, estar tranquilas, disfrutar de la vida, salir a pasear y tomarnos un helado”, dice la lideresa. Está orgullosa de que los plantones para exigir la restauración del monumento y las celebraciones con la bandera de cada país —cada madrina representa uno— hayan consolidado un grupo para apoyarse en sanar experiencias de violencia. “Es un cambio de vida: de la tristeza profunda y el sufrimiento tan duro a una alegría por participar en este proceso”, asegura.
La lideresa hace una descripción detallada de cómo, según ella, los jóvenes dañaban el monumento. “Ahorita no se ve mucho. Pero antes se ponían de acuerdo para lanzar unas piedritas a los pezones y las narices. Hacían apuestas... si le bajaba el pezón, usted se ganaba una plata o un porrito”, reconstruye. Señala a los jóvenes de proyectar en las estatuas, con la influencia del alcohol y las sustancias psicoactivas, el morbo y la violencia machista que presuntamente ejercerían con mujeres reales. “Van haciendo todo lo que la mente les da, de acuerdo a lo que están pensando con esa mujer”, dice. Tanto ella como su amiga Cecilia Cruz, de 70 años, describen una brecha de valores generacionales. “Hemos percibido la libertad en dañar, en no respetar. Es la juventud, con todo respeto, a la que se le ha permitido mucha libertad para hacer estos desmanes”, comenta Cruz.
Los jóvenes
Roberto Vidal, conocido como Canaviro, es el coordinador de la Mesa de Rock de Kennedy. Se aparta unos minutos del concierto nocturno y explica que se la pasa recorriendo Kennedy, la más poblada de las 20 localidades en las que se divide Bogotá, en busca de lugares en los que puedan tocar las bandas de su organización. Comenta que hay pocos espacios y muchos obstáculos en la obtención de permisos: la Alcaldía suele pedir ambulancias medicalizadas, extintores, pólizas de seguros. Por eso, el Monumento de Banderas es un espacio tan importante para él. Y ahora, tras años de hostigamientos policiales, ha convencido a sus compañeros de entablar diálogos con la Alcaldía para regularizar los conciertos: “No te rayo, pero me dejas usar el espacio, ejercer la expresión artística y consumir”.
El acuerdo actual es una apuesta a corto plazo. A futuro, la idea de Vidal es convencer al Distrito y a las Madrinas de instalar una concha acústica y de permitir intervenciones a las esculturas. “El monumento, tan sagrado y tan sublime, no nos representa. Por eso lo queremos resignificar”, dice. Para él, las Madrinas se enfocan en “una memoria histórica” que es estática, mientras que ellos promueven “una memoria viva territorial” en constante cambio. “Para nosotros, las estatuas no son cerámicas de porcelana que solo hay que contemplar en un catálogo. Son un lienzo, cuerpos que se deben vestir: queremos exposiciones, con una curaduría, con propuestas que cambien y promuevan el diálogo con el ciudadano”, agrega.
La historia de la localidad permea las ideas de resignificar las esculturas. Algunos participantes del festival nocturno asocian la Conferencia Panamericana de 1948, patrocinada por Estados Unidos en el contexto de la Guerra Fría, con la visita 13 años después de John F. Kennedy, que puso la primera piedra de un proyecto habitacional en la zona. Rechazan que la localidad se nombrara, en 1964, en homenaje al mandatario estadounidense asesinado unos meses antes. Creen que el monumento de estilo neoclásico es un símbolo de cómo se sepultó la identidad muisca, que llamaba a la zona Techotiva (o Techo, el nombre del primer aeropuerto de Bogotá). “Acá no está la diosa Bachué. Esto lo hicieron después de la colonización, nos dijeron que disfrutemos el eurocentrismo”, remarca Vidal. Algo similar opina Hugo Martínez, gestor cultural y parte de varios colectivos: “Nos quisieron dejar una identidad falsa, impuesta por Estados Unidos”.
Los coordinadores consultados rechazan la violencia machista que, reconocen, ha habido en ocasiones contra las esculturas. Pero afirman que no hay que generalizar y poner a todos los jóvenes en el mismo saco. Martínez comenta que hay pintadas clandestinas, ajenas a los festivales, y que no ve penes o vaginas en los grafitis actuales —mayormente ubicados en las bases de los mástiles y no en las esculturas—. “Allá solo veo una máscara y una firma que dice ‘Tazz’ para identificar al grafitero”, comenta mientras señala el mástil central. Camilo Bacca, de la Mesa Cannabica de Techotiva, agrega: “No podemos desconocer que existe un mundo patriarcal. Pero nosotros lo que queremos son símbolos con significados, algo indigenista, ambientalista, de resistencia”.
El pacto
El Instituto Distrital de Patrimonio Cultural (IDPC) ha quedado en medio de la disputa. Helena Fernández, coordinadora de monumentos, señala que han desarrollado programas de diálogo con los colectivos para concientizar sobre la visión de las Madrinas, y que esto ha reducido los rayones y los mensajes violentos. Comenta que la mayoría de las pintadas actuales son marcas territoriales de grafiteros y que se limpian regularmente. Enfatiza, sin embargo, que no hay posibilidad de que los pactos contemplen pintadas artísticas porque “el monumento está declarado como un bien de interés cultural y eso tiene condiciones de conservación muy específicas”. Wilmar Tovar, de Adopta un Monumento, agrega que el IDPC solo podría aceptar ese reclamo de los colectivos si cambiara su misionalidad de preservar el patrimonio.
La alcaldesa local de Kennedy, Karla Marín, también marca líneas rojas. La abogada reconoce que hay pocos espacios públicos en la localidad para propuestas culturales, pero señala que están trabajando en ello y que la falta de infraestructura no puede ser excusa para “dar al traste con el monumento”. Asimismo, cree que las reivindicaciones por el Techotiva muisca no pueden excluir a otras partes de la identidad de la localidad, como la visita del expresidente estadounidense. “Hace parte de nuestra identidad, sin decir que va a contravía de diversas expresiones culturales y filosóficas”, apunta en una llamada. Al igual que el IDPC, cree que el pacto actual es adecuado: “A cambio de no rayar, ellos pueden usar el espacio público para poder expresarse en el territorio de manera creativa. Es una contraprestación válida”.
Las Madrinas recibieron el pasado 9 de septiembre un reconocimiento del IDPC, que destaca la capacidad del colectivo de vincularse con las instituciones para lograr avances como la nueva iluminación del monumento. Eso, señalan Fernández y Tovar, ha sido más difícil con los jóvenes. Asimismo, el colectivo de mujeres cuenta con el apoyo de académicos como Adrián Gómez, un profesor de la Facultad de Artes ASAB que organiza proyectos para que sus estudiantes interactúen con ellas. “Para las Madrinas el monumento es el lugar en el que nacieron como colectivo, un lugar de encuentro”, remarca por teléfono. “Es cierto que tienen concepciones muy marcadas por lo religioso, muy tradicionales sobre la familia y la mujer. No aprueban lo que ven como libertino en las mujeres actuales. Pero hay que entender que han vivido mucho, que vienen de abusos intrafamiliares en el campo. Tienen la perspectiva de que la familia es el centro que hay que salvar porque de alguna forma es lo que se les ha destruido”.
Los colectivos juveniles, en tanto, tienen el respaldo de los jóvenes de otras zonas de la ciudad. En el festival nocturno abundan participantes de localidades cercanas como Ciudad Bolívar, Rafael Uribe Uribe o Santa Fe. Dicen que no conocen la historia del monumento y que solo vienen a divertirse, pero rápidamente apoyan a los organizadores cuando se les cuenta sobre la tensión con las Madrinas. Derly López, malabarista de 30 años, se levanta de la base de un mástil en la que estaba sentada y resume: “Es difícil manejar tanto pueblo, complacer a todos. Y a nosotros nos ven como loquitos que se drogan. Yo respeto a los adultos, pero el tiempo cambia y cada vez hay más voces, más diversidad. A la vez, falta mucho para la libertad... a medida que crecemos, nos van matando cada vez más el espíritu. ¿Qué quieren? ¿Que me quede en casa, parce? Yo quiero que nos den lugar, que se entienda lo que quiere la juventud”.
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