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Gobierno de Gustavo Petro
Columna
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Sin hipocresía

El ejercicio del poder, en aras de lograr profundas transformaciones, requiere de tiempo. Pero también de respeto por los tiempos que dicta la democracia

Gustavo Petro
Gustavo Petro asiste a una ceremonia en la Escuela Militar de Cadetes José María Córdova, en Bogotá (Colombia), el 31 de mayo.Luisa Gonzalez (Reuters)

Gustavo Petro quiere trascender. ¿Y qué presidente no? Sin hipocresía. Hay que decirlo de frente. Nadie llega al poder para transitarlo como un pasajero del montón. La tentación de aferrarse a él es enorme. Una debilidad humana. En algunos escenarios la perpetuación se da en virtud de la reelección y en otros por interpuesta persona. Y hay magos soberbios que mezclan ambos trucos. Pregunten, si no, por ese pobre hijo de Leningrado que se hizo rico convirtiendo a Rusia en el patio de juegos de su megalomanía.

Aunque legalmente hoy la reelección es una figura imposible en Colombia, no se trata de una manifestación diabólica o enfermiza: cuatro años son pocos para lograr transformaciones, sobre todo si el primero es de “aprendizaje” y los últimos dieciocho meses, de campaña.

Uno de los que legalmente pudieron repetir este “gustico”, Juan Manuel Santos, dijo en 6AM Hoy por Hoy, de Caracol Radio, que “propusimos, y salió adelante, abolir la reelección. Porque yo pienso que la reelección, sobre todo en los países latinoamericanos, se presta para el abuso de quien está en el gobierno, que utiliza el poder del Estado para reelegirse y eso va a debilitar la democracia y por eso pusimos fin a la reelección. Tengo que confesar que yo hubiera preferido un periodo más largo, cinco o seis años, pero, al final de la discusión en el Congreso, me dijeron: o acepta cuatro años o no le aceptamos abolir la reelección. Entonces, acepté los cuatro años, pero soy consciente de que cuatro años es un periodo demasiado corto”.

Reelegirse para gozar ocho años de gobierno (efectivos, seis), si la Constitución lo permite, no es un crimen. Querer atornillarse al poder, asfixiando la Constitución, es otra cosa. Y tiene muchos nombres: mesianismo, autoritarismo, despotismo, dictadura. Pelecha esta belladona con mucha fuerza por estos días en esa exitosa variante mercantil del socialismo que es el progresismo.

La ambición, aunque concentrada en la aventura de poderlo todo, a veces es olvidadiza. Diversos sectores le recordaron al presidente que el exceso de presiones le ha hecho olvidar que él es quien ha hablado de una constituyente. La memoria del señor presidente es selectiva y funciona con precisión de reloj suizo, pero solo cuando le conviene.

De la misma manera en que olvidó que él se inventó la paz total, de la misma manera en que parece olvidar la actividad delictiva de algunos sujetos, de la misma manera en que olvida sus poco sinceros llamados a la unidad nacional, de la misma manera en que elude recordar el concepto real de “pueblo”… de esa misma manera, olvida ahora que la constituyente es un tema que él puso sobre el tapete de la Nación.

Podría, por lo menos, pedir a sus áulicos que dejaran de animarla o, como en el caso de la senadora Isabel Zuleta, de plantearla para sugerir que la manera de concretarla legalmente es secundaria. En tema tan delicado, como decía Diana Calderón en videocolumna de este periódico, la forma es el fondo.

Bienvenida una constituyente que se haga realidad al amparo de la arquitectura jurídica del Estado. Bienvenida una constituyente pura sangre democrática. Bienvenida una constituyente de todos y no solamente de quienes, a las buenas o a las malas, quieren ganarle al presidente unos cuantos años más en el ejercicio de ese poder que dice estorbarle, aburrirle. A veces, incluso, intoxicarle.

Mal habida una constituyente armada a los trancazos. Mal habida una constituyente amparada en la febrilidad caótica del excanciller Álvaro Leyva o en los execrables principios jurídicos del exfiscal Eduardo Montealegre. Mal habida una constituyente amañada por rábulas y lacayos, sostenida en incisos y articulejos ambiguos. Mal habida una constituyente decretada y no soñada.

¡Se firmó la paz, pero nadie firmó la aniquilación de la Constitución! Y el presidente se eligió jurando defenderla. Incluso de él. Y, como están las cosas, sobre todo de él. “Yo no quiero relegirme”, dijo. “Ni creo que una constituyente es el instrumento adecuado aún, pero no niego esa posibilidad en un futuro”. Al mejor estilo de la Chimoltrufia, para meterle algo de humor a la densidad política, “como digo una cosa, digo otra”. El caudillismo es así: a veces pareciera libreteado por Gómez Bolaños.

La gran vacuna contra esa dañina enfermedad que es el caudillismo está inventada hace años, y su aplicación no requiere de jeringa: se llama institucionalidad. Es, además, infalible, porque el respeto a la solidez de las instituciones nos salva de las calenturas políticas de quienes se consideran indispensables.

Atendiendo, claro, al principio de que las instituciones pueden ser reformadas o archivadas, pero siempre de mano de la ley. Hoy el concepto parece de difícil comprensión para algunos, pero se puede plantear en términos que podrían ser entendidos hasta por un párvulo: nada bueno queda de reformar la Constitución desconociendo la Constitución.

Las revoluciones que destruyen democracias no son revoluciones. Son tiranías soterradas. Bien maquilladas, camufladas y disfrazadas. Pero tiranías, al fin y al cabo. Si el progresismo implica estrangular la ley, que lo rebauticen de una buena vez, para que comencemos a hablar del involucionismo. Como corresponde. Sin hipocresía.

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