Ensamblar o no ensamblar
Si el Gobierno consideraba que el capítulo industrial del sector automotriz debía continuar en el país, debía apoyarlo de una forma activa y decidida. Ese no fue el caso para Mazda ni para General Motors
Hace 15 años, las tres ensambladoras de automóviles entonces presentes en Colombia —General Motors, Mazda y Sofasa— encargaron un estudio sobre el futuro del sector, para plantear a los Gobiernos venideros cómo defender esa industria. En términos de política pública, entre 1968 y 1982 hubo 10 documentos del Consejo de Política Económica y Social (Conpes), que fijaban posturas propositivas al respecto. En 2010, el Conpes 3678 propuso a la industria de autopartes como el primer sector de la nueva Política de Transformación Productiva (PTP). El actual Gobierno dijo en el Conpes 4129 de diciembre de 2023: “Se destacan acciones que incluyen la hoja de ruta para la producción y ensamble de vehículos”.
A pesar de esa producción literaria, hoy dos de las ensambladoras, Mazda y General Motors, han salido de Colombia. Desarrollar y mantener una industria de ensamblaje automotriz es altamente complejo. En muchos casos la regulación tiene el efecto contrario al esperado, pues permite la subsistencia de sub-sectores ineficientes y le resta competitividad al sector como un todo.
En particular, la llamada “regulación de contenido local” adoptada en los países andinos representaba una fuerte distorsión de los precios y mantenía costos ineficientes. Esa distorsión debía ser temporal, justificada para volver a la industria de autopartes realmente competitiva a nivel local e internacional. Cualquier tipo de protección debe ser cuidadosa y temporal, pues además perjudica al consumidor, que debía pagar precios más elevados por los carros.
La fórmula de Integración Subregional (IS) originalmente se limitaba al “material originario” como proporción del material total utilizado en el vehículo. Se la debía adaptar al valor agregado industrial, para que las inversiones de las ensambladoras hicieran parte del nivel de integración subregional y tuvieran un incentivo a su actualización. La inflexibilidad de la fórmula impidió por muchos años que las ensambladoras pudieran minimizar costos y reaccionar de una manera eficiente ante choques externos.
Era preciso que el nivel de IS fluctuara en determinados rangos ante variaciones en tasa de cambio y volumen de producción, para reflejar la realidad del sector y no ser en un obstáculo para su sostenibilidad. Por ejemplo, ganancias en eficiencia que redujeran costos del material originario eran castigadas porque se incumplía el IS; se llegaba al absurdo de que las ensambladoras debían compensar la reducción de costos con aumentos de costos en otros modelos. Era una regulación anti-eficiencia.
Otro obstáculo era el tratamiento impositivo que partía de considerar al automóvil como un bien de consumo sujeto a impuestos al valor agregado y aranceles diferenciales. Eran esquemas regulatorios traslapados que no guardaban una coherencia con la estrategia de desarrollo del mercado local, pues aumentaba el precio de los carros, mantenía pequeño el mercado e impedía explotar economías de escala. Considerar los vehículos como bienes suntuarios impidió el multiplicador productivo asociado con la movilidad y atrasó la construcción de infraestructura, por baja demanda. Esta cadena de incentivos elevó los costos logísticos.
Sucesivos tratados de libre comercio (TLC) crearon incoherencias regulatorias por no adaptar la normativa. La competencia forzaba a las ensambladoras a positivos cambios tecnológicos y de entrenamiento. Pero se mantuvo estática la regulación de integración de componente local, e incluso no se la modificó para incorporar como “local” los insumos provenientes de países con TLC (ejemplo, México). Esa inmovilidad regulatoria impuso una desventaja competitiva. Al adoptar la desgravación con México, se rompió el equilibrio andino, por requerirse tecnología de autopartes que no necesariamente iba a ser aceptada por Venezuela o Ecuador.
El Gobierno debía repensar la “viabilidad industrial” y adoptar un marco coherente de política comercial, dinámica y con señales consistentes. Cosas como: 1) un marco de componente local racional y flexible; 2) horizontes de reducción de costos “externos a la planta” y “externos a la industria” coherentes con los de países con que se firma TLC; 3) redefinir el “sujeto de regulación”. Muchas de las inconsistencias de la regulación surgían de buscar con los mismos instrumentos dos objetivos simultáneos y muchas veces contrapuestos. De un lado, un porcentaje de integración que defendía a autopartistas a costa de pérdida de competitividad de ensambladores. Del otro, aranceles que defendían a toda la industria a costa de los consumidores.
Aparte, no hubo una política decidida que promoviera tecnológicamente los proveedores de autopartes. La situación de muchos autopartistas requeriría de una política explícita de actualización continua a mejores prácticas y tecnologías. México y Taiwán liberalizaron sus mercados antes que Colombia, movidos por fuerzas como el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (Nafta, por sus siglas en inglés) o la entrada a la Organización Mundial del Comercio (OMC).
Cerca del 80% de la manufactura mundial de todo tipo está localizada a menos de 200 kilómetros de los puertos marítimos; los costos logísticos pueden aniquilar cualquier ventaja comparativa o competitiva de una industria que busque exportar. En México, la cercanía a Estados Unidos privilegió el desarrollo de componentes sofisticados. En Brasil, la industria tiene masa crítica doméstica suficiente y enlaces hacia atrás con la creación de tecnologías. Marruecos y Rumania están cerca de la Unión Europea y cuentan con mano de obra calificada, multilingüe y barata. El peor de los mundos sucede cuando ninguno de los factores es suficientemente fuerte.
Se requería entonces un plan agresivo para crecer un círculo virtuoso. El decrecimiento de los costos logísticos era clave para exportar. Colombia tenía que moverse a un mercado regional, en el área Andina y/o al Caribe, aprovechando su localización. Posteriormente, tratar de moverse en un mercado global, atraer autopartistas de clase mundial. Eso requería la relocalización de plantas para eliminar los costos logísticos y poner en marcha procesos de innovación.
Algunos estudios planteaban que una industria ensambladora no era viable por debajo de las 400.000 unidades anuales. Se podía llegar allí entre Colombia, Ecuador y Venezuela. Lamentablemente Venezuela y Ecuador, el “mercado ampliado automotriz”, adoptaron políticas económicas y cambios institucionales adversos a su mercados automotrices. En Colombia, el mercado nacional cayó de 230.000 unidades en 2014 a 180.000 en 2023. De hecho, sólo el 14% de los vehículos comercializados en 2023 fueron producidos en el país. El “peor escenario” se quedó corto.
¿Cómo reaccionar ante una nueva realidad económica caracterizada por un consumo local debilitado, menores volúmenes de ventas externas por razones de índole político, y fluctuaciones del tipo de cambio? Si los Gobiernos deseaban preservar el sector por su contribución a la economía y las externalidades positivas que generaba a través de sus encadenamientos, era crucial que se preservara una desgravación gradual que permitiera que la industria de ensamble se consolidara en un nuevo contexto de internacionalización y se preparara para competir.
En términos del mercado externo, era preciso buscar mercados como Argentina, Chile, Perú y Centroamérica. Adicionalmente era necesario que el Gobierno incentivara la reubicación de las plantas a las costas, que la infraestructura se ampliara para reducir los costos de exportación y de transporte al interior del país; y que se incentivara fiscalmente la adopción y el desarrollo de tecnologías de punta por parte de los actores del sector.
Hace poco, General Motors contempló especializar a Colombia en determinados modelos con ventajas comparativas. Es lamentable que esa inversión, superior a 50 millones de dólares, no hubiera fructificado. Renault Sofasa se queda en el país, invirtiendo y actualmente exporta a 10 países. En medio de esta coyuntura, es una señal de esperanza.
Las ganancias en productividad, condición necesaria para poder enfrentar eficazmente el entorno internacional, sólo se materializarían con un esfuerzo conjunto y concertado entre ensambladoras, autopartistas y Gobierno Nacional. Si este último consideraba que el capítulo industrial del sector debía continuar en el país, debía apoyarlo de una forma activa y decidida, analizando con detenimiento las estrategias adoptadas en los países asiáticos. Ese no fue el caso para Mazda ni para General Motors.
Mucha gente demanda que Colombia adopte estrategias de desarrollo de largo plazo, consistentes, dinámicas e inteligentes. El cortoplacismo de los planes de desarrollo, cuya aplicación a lo sumo es de tres años, va en contra de un concepto maduro de política económica y planeación de largo plazo.
El epílogo no puede ser más peregrino. El 19 de abril de 2024 el Ministerio de Comercio, Industria y Turismo publicitó cómo iba el Programa de Fomento para la Industria Automotriz (Profia) y enumeró tres resoluciones y dos decretos emitidos entre 2015 y 2022 orientados a promover esa industria. Se ve que los funcionarios de varios Gobiernos han estado más en la producción de papel, decretos y resoluciones, que en la producción de carros.
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