Las ‘chinitas’ de La Guajira: de niñas fueron sirvientas y hoy no quieren que sus hijas lo sean
Miles de niñas indígenas wayúu han sufrido explotación laboral infantil cuando, inducidas por sus propias madres o por líderes comunitarios, dejan su hogar para servir en casas de otras familias
Génesis González recuerda a la perfección la niña que fue con 12 años: una sirvienta menuda y silenciosa en una casa de demasiadas habitaciones, jornadas laborales maratonianas y obligada a dormir sobre un colchón en la biblioteca de sus patrones. El poco dinero que recibía se lo enviaba directamente a su madre.
“Trabajaba por partes. Un día con los cuartos, otro con el comedor… porque la casa era muy grande”, detalla Génesis, de 23 años y quien en 2014 dejó la urbe fronteriza venezolana de Maracaibo por el resguardo indígena wayúu (etnia a la que pertenece) de Kaitnamama, en el departamento colombiano de La Guajira.
El nivel de control que sus patrones ejercían sobre ella superaba cualquier límite, cuenta, eligiendo desde si podía tomar un descanso hasta cómo rehacer alguna de sus tareas. “Tenía que limpiar los vidrios uno por uno y la señora les pasaba la mano para ver si todavía tenían polvo,” explica esta joven madre.
Como ella, son miles las niñas indígenas wayúu —la comunidad indígena más grande de Colombia y Venezuela, con alrededor de 700.000 miembros a los dos lados de la frontera— quienes sufren explotación laboral infantil en “condiciones de servidumbre”, según denuncian expertas colombianas en trata de personas y derechos de la infancia.
Menores inducidas, en su mayoría, por sus propias madres o líderes comunitarios, a dejar su hogar para servir en casas de familias ajenas; igual que ya hicieron sus madres y abuelas. Todo ello, en un contexto social en el que el trabajo infantil indígena se ha normalizado frente a décadas de pobreza y marginación por parte del Estado colombiano.
EL PAÍS entrevistó en el municipio de Uribia, conocido como la capital indígena de Colombia justamente por su gran población wayúu, a media docena de mujeres de esa comunidad que de niñas o adolescentes fueron sometidas a la práctica de “criadazgo”, equiparada tanto por el código penal colombiano como por organizaciones de derechos humanos al delito de trata de personas.
El criadazgo consiste en que niñas, en este caso de familias wayúu procedentes de zonas rurales y de entornos empobrecidos, son llevadas a trabajar como internas en casas de familiares o de familias más acomodadas a cambio de manutención, y en el mejor de los casos, acceso a la escuela.
Es una una de las formas que recoge la trata de personas, un crimen en el que se incluyen la “explotación sexual o laboral, con finalidad de mendicidad, de extracción de órganos, de servidumbre o esclavitud, etc.”, enumera la educadora colombiana Mayerlin Vergara Pérez, galardonada con el Premio Nansen 2020 para los Refugiados, otorgado por Acnur, por su trabajo rescatando a menores explotadas sexualmente.
“La gente se enfoca mucho en la explotación sexual, y las otras modalidades — como la de servidumbre— tienden a ser invisibilizadas”, añade esta experta, coordinadora regional de la Fundación Renacer en La Guajira.
#NoMeLlamoMaría
En La Guajira se conoce a las trabajadoras domésticas wayúu, en su mayoría niñas, como “Chinitas” o “Marías”, un apodo despectivo usado por algunos de sus patrones. En 2017, la comunicadora wayúu y especialista en género, Olimpia Palmar, inició una campaña online para denunciar esta extendida práctica como un acto de discriminación. “La pueden vender, tiene precio, es despeinada y desarreglada. No puede hablar español. No puede ir a la universidad. María es la aceptación de la negación de la existencia de las mujeres wayúu”, denunció la activista en internet junto al hashtag #NoMeLlamoMaría .
Las expertas en género y explotación infantil consultadas no saben determinar con certeza cuándo comenzó a expandirse esta práctica en América Latina, pero las mujeres que lo han sufrido siendo niñas aseguran que poco ha cambiado, y que continúa normalizada en Colombia. En ocasiones, las propias madres alientan estos acuerdos, a fin de darles a sus hijas una mejor vida. Pero es habitual que lo acordado — salario mensual, acceso al colegio, etc. — no se respete una vez las niñas viajan cientos de kilómetros y les resulta muy difícil regresar a casa.
Pese a que los indígenas wayúu son tradicionalmente artesanos, y sus tierras ancestrales poseen una reserva importante de minerales e hidrocarburos, en el departamento de La Guajira 6 de cada 10 personas sufren pobreza monetaria, según datos de 2022 del Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE), y casi el 40% no puede alimentarse de forma adecuada por falta de recursos, según la Asociación de Bancos de Alimentos de Colombia.
Esto, junto a la falta de un refugio educativo — con un absentismo escolar departamental de más del 35% entre niños mayores de 5 años, según datos oficiales — hace que los niños wayúu sean “mucho más propensos a enfrentar explotación laboral infantil” que los no indígenas, según alertó un informe de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) de 2023. Solo en América Latina, cerca de 14 millones de niños de entre 5 y 17 años son hoy sometidos a trabajo infantil, según el mismo informe.
La indiferencia que causa el criadazgo en Colombia, tanto en la sociedad como en el Gobierno progresista de Gustavo Petro, no es del todo una excepción. También el Paraguay, unas 47.000 niñas y adolescentes eran explotadas como sirvientas hace más de una década, según cifras de la Secretaría de la Niñez del Gobierno paraguayo de 2011. “Era normal ver a niñas de 12 o 13 años limpiando las veredas de la casa bien temprano, o en el supermercado o en los shoppings. Se notaban que eran criadas”, recuerda Faustina Alvarenga, cofundadora de la Articulación de Mujeres Indígenas del Paraguay (MIPY).
Pero la práctica, dice esta experta, ha ido desapareciendo en los últimos años dado la alta tasa de escolarización, incluso, en áreas rurales (96 % entre menores de 10 a 14 años, según datos de 2022), además de fuertes campañas de concienciación, educativas y cambios legislativos de protección del menor. Parte de esa evolución social, explica Alvarenga, se produjo tras la muerte violenta en 2016 de Carolina Marín. Esta niña campesina, de 14 años, fue asesinada a golpes por la pareja de su matrona-tutora, con quienes vivía en la localidad de Vaquería, a unos 240 km de Asunción.
Hoy en Paraguay existe un registro algo más fidedigno, con adolescentes registrados en la Consejería Municipal por los Derechos de Niño, Niña y Adolescente (CODENI), y autorizados a trabajar, a partir de los 12 años, un máximo de 4 o 6 horas diarias, siempre que sigan estudiando y nunca en horario nocturno. “Sí que habrá gente que crea que seguimos en la Edad Media, ¿no?”, añade Alvarenga sobre la dificultad de erradicar este abuso. “Pero ya no está tan normalizado”, añade, aunque reclama que faltan datos y analizar cómo esta explotación está afectando a la población indígena fronteriza con Brasil.
Mientras tanto, en Colombia el criadazgo es una realidad que pocos conocen. Y quienes sí lo hacen la encuentran tan adherida al tejido social, que no hay en este momento ninguna política dirigida a mitigar este tipo de trata en particular.
“Yo no me dejé pegar”
Al igual que González y Marín, la colombiana Edilia Ipuana tenía solo 14 años cuando comenzó a trabajar para una familia adinerada “alijuna”, palabra en idioma wayuunaiki con la que los wayúu describen a los no indígenas. Era 1987 y acababa de mudarse a Maracaibo, donde el boom del oro negro seducía tanto a nacionales como a extranjeros. El acuerdo que su hermana mayor, también empleada doméstica, cerró con la familia parecía sencillo: la niña se encargaría de cuidar de un bebé de seis meses y de completar las labores del hogar. A cambio, recibiría alimento y un techo bajo el que dormir.
La matrona, empresaria, y el marido, gerente del hipódromo del municipio de Santa Rita, accedieron a pagarle unos 60 bolívares al mes (unos 13 dólares a la cotización de la época). Los fines de semana la niña podía dormir en casa de su hermana, pero ni allí lograba olvidar lo que hoy describe como una vejación diaria. Cada día, trabajaba desde la salida del sol hasta las 23:00 horas. Sus patrones no le permitían usar el mismo baño que ellos, probar la comida que minuciosamente les preparaba ni usar su misma vajilla. No le quedaba tiempo ni fuerzas para ir al colegio.
“La señora era mala, pero yo no me dejé pegar”, dice Edilia, de 49 años, al recordar cómo se enfadó cuando, sin querer, decoloró algunas prendas mientras aprendía cómo lavar la ropa. Sin embargo, a los seis meses no pudo más y regresó a su resguardo indígena en el Caribe colombiano, dónde pastoreó hasta los 16 años.
Al contrario que Edilia, su sobrina Lorena, de 25 años, agradece la oportunidad de ser empleada doméstica. Asegura que es lo que le ha permitido volver a estudiar. Desde los 17 años, trabaja para una familia acomodada de Uribia, y desde hace unos meses, estudia el bachillerato en horario de noche.
Dice que la señora siempre le ha tratado “como a una hija”, dándole ropa y cuidándola. Pero nunca ha sido dada de alta en la seguridad social y cobra unos 300.000 pesos colombianos al mes (75 dólares) por ocho horas diarias; casi un cuarto del salrio mínimo (unos 290 dólares). Con ese dinero, cubre sus gastos educativos y los de tres hermanos menores, además de ayudar económicamente a su madre, quien también trabajó como empleada doméstica irregular hasta la vejez.
“Yo quiero terminar [mis estudios] pa yo tener un futuro mejor,” dice Lorena, rodeada de hamacas y utensilios de cocina en la casa de yotojoro (madera de cactus) en la que vive con su madre — donde no llegan servicios de agua, recolección ni electricidad——, en un barrio indígena a las afueras de Uribia. Su sueño: estudiar enfermería en la universidad.
Agresiones sexuales impunes
Cuando una menor es completamente dependiente de sus patrones, el riesgo de abuso sobrepasa la esfera laboral. De las siete mujeres entrevistadas para esta historia, cuatro dijeron haber sufrido algún tipo de agresión o abuso sexual en sus años como trabajadoras domésticas. Sus agresores gozaron de total impunidad y no fueron denunciados.
Muchas niñas son tratadas como una posesión, llegando a creer que no solo su tiempo, sino también su cuerpo, pertenece a los patrones, concuerdan expertas en género y trata de personas. “A una no solamente la ven como un objeto que puede limpiar la casa, lavar la ropa o hacer la comida. También es vista como un objeto sexual por esa misma relación de poder”, explica Mayerlin Vergara, de la Fundación Renacer.
Después de pastorear chivos hasta los 16 años, Edilia tuvo que trabajar para otra familia a fin de subsistir. Una noche cualquiera, asegura, el marido de su matrona intentó violarla en su cuarto. La joven dice que forcejeó hasta zafarse y se encerró en otra habitación, despavorida, a esperar el regreso de su matrona. “Me dolía todo el cuerpo”, recuerda esta madre de tres hijas, orgullosa hoy de que ninguna tenga que trabajar en casas ajenas. Nunca denunció la agresión. Las otras mujeres entrevistadas para este artículo tampoco lo hicieron, algunas dicen que ni siquiera sabían que podían hacerlo.
Deomaris González, de 34 años, fue agredida sexualmente cuando tenía 14. La señora para la que trabajaba entonces, en Maracaibo, no se aprendió su nombre y la llamaba “niña”. Además, le hacían “comer aparte, limpiar la casa y lavar a los perros”, narra esta madre de cuatro hijos. Tuvo que dejar la escuela a los 13 y mandaba lo poco que ganaba a su madre y seis hermanos.
Una noche, cuando la señora no estaba, uno de los hijos de ella — que le doblaba la edad — comenzó a tocarla de forma sexual, hasta que ella echó a correr. Al día siguiente, cuenta, abandonó la casa sin recibir su salario.
Hoy asegura a EL PAÍS no poder imaginarse a su hija Esmeralda, de 7 años, — una niña menuda y juguetona de ojos verdes — trabajando de sirvienta, sola y lejos de ella. Explica que padeció un gran desarraigo, pues a los 18 años ya había trabajado en cinco casas distintas, por pura necesidad.
Para muchas niñas indígenas como ellas, especialmente en La Guajira, no trabajar no es tan siquiera una opción, y los abusos y el maltrato que pueden llegar a sufrir en casas ajenas raramente rasgan el velo de una sociedad que prefiere mirar hacia otro lado.
El Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) es la entidad encargada de velar por la protección de las niñas, niños y adolescentes. Sin embargo, no recopila ningún dato sobre la prevalencia de la trata de personas para fines de servidumbre en el país; lo que complica su erradicación. La única información entregada por esta entidad a EL PAÍS habla de 4.893 menores víctimas de trabajo infantil, a nivel nacional, cuyos derechos han sido restituidos de 2019 a 2023. Entre ellos, hay solo tres niños oficialmente rescatados en toda La Guajira.
Según Vergara, coordinadora de Renacer en ese departamento, es urgente realizar diálogos interculturales, que engloben varias jurisdicciones, a fin de realizar el primer paso en la lucha contra la tratra: identificar el delito y a quienes lo padecen. Pero también es necesario, dice esta experta, “brindar una atención oportuna centrada en las víctimas y desarrollar procesos de prevención conjunta entre las comunidades y las instituciones”. Un diálogo, desde hace décadas, cuasi inexistente.
Para Deomaris, los niños y niñas colombianos deberían, como tantos otros, poder pasar su infancia estudiando y no en casas ajenas, y pide a las trabajadoras que se defiendan. “A todas las mujeres que hoy trabajan como empleadas domésticas yo les diría que no se dejen [maltratar por sus patrones]”, exclama. “Nosotras también somos seres humanos y somos iguales a ellos”.
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Este reportaje fue posible gracias al apoyo financiero de Meridian International Center a través del IVLP Impact Award-
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