Rodrigo Pardo, un hombre que para hablar firme nunca tuvo que alzar la voz
Embajador, canciller y director de medios, la serenidad y ecuanimidad eran el sello inconfundible del diplomático y periodista fallecido en Bogotá
Delgado, menudo, uno podría decir incluso que frágil… Así podría parecer Rodrigo Pardo. Pero qué lejos estaba de serlo. Detrás de ese semblante casi infantil que conservó hasta bien avanzada la madurez, se escondía un hombre recio, de ideas claras y convicciones profundas, que defendió siempre aquello en lo que creía (lo cual le costó más de un puesto) pero que jamás alzó la voz para hacerlo. La serenidad y ecuanimidad eran su sello inconfundible. Acostumbrado a navegar en las turbulentas aguas de la política, fue su moderador por excelencia y supo apartarse siempre de los extremos. Embajador a los 34 años, canciller a los 36 y director de medios a los 40, Rodrigo fue un precoz político y periodista, que desde muy joven supo que ser nieto de su abuelo, don Roberto García-Peña quien también había sido diplomático y posteriormente director por 42 años del periódico El Tiempo, el más grande de Colombia, era una marca que dejaba huella.
Siempre a la delantera frente a sus compañeros de generación, su edad y su aspecto –sin embargo– no siempre jugaban a su favor. En una ocasión siendo embajador en Venezuela, en una cena en la Embajada, alguno de los presentes preguntó un poco sorprendido y extrañado en qué momento llegaría el embajador a atender a sus invitados, sin percatarse de que ese joven agudo con aspecto de pasante que llevaba varias horas conversando con ellos era nada menos que el mismísimo embajador.
La vida y, naturalmente sus méritos, lo situaron en lugares excepcionales desde los que tuvo que afrontar innumerables retos. El más difícil, quizás, el de ser canciller durante el cuestionado Gobierno del presidente Ernesto Samper, señalado de haber sido elegido con dineros del narcotráfico. Pero no el único. En 1998 asumió la dirección del periódico El Espectador, el segundo más importante en el país, recién adquirido por el Grupo Santo Domingo, uno de los más poderosos de Colombia. En medio de una aguda polarización política, defendió desde allí la independencia de los medios en la campaña presidencial que se avecinaba. Pero no todos pensaban como él y prefirió irse de su cargo antes que ceder a sus principios. No sería la última vez. Después de varios años como consejero editorial de la revista Semana, desde donde analizó y orientó la política y el devenir nacionales, llegó a la dirección de la revista Cambio, recién adquirida por El Tiempo. Desde ella, junto con su equipo periodístico, destapó varios de los escándalos que enturbiaron el Gobierno del presidente Álvaro Uribe y nuevamente, ante las presiones, salió con la frente en alto. En su posterior paso por la dirección de Noticias RCN, la Dirección Editorial de Semana y la Mesa de trabajo de RCN Radio mantuvo siempre el mismo talante agudo e independiente que lo caracterizaba.
Disciplinado, deportista, corredor de varias maratones y afiebrado aficionado del futbol, Rodrigo tenía un espíritu sociable y jovial que le generaba inmensa cercanía y empatía con quienes lo rodeaban. Gran conversador, solía ser quien ponía sobre la mesa los análisis más álgidos sobre la realidad nacional o internacional, pero también los más ponderados. Sus conocimientos y su experiencia siempre se destacaban, pero, ante todo, su calidad humana. Era de esas pocas personas que saben escuchar y prefieren hacerlo antes de hablar. Que exponen con firmeza sus argumentos, pero nunca los imponen.
Confiaba en quienes trabajaban con él y les daba libertad para actuar. Enfrentaba los momentos más difíciles, siempre, con serenidad y mesura. Nada era demasiado grave o imposible. Si se molestaba por algo, se le notaba poco.
Los últimos seis años no fueron nada fáciles. Después de haber sido diagnosticado con un tumor cerebral y con un pronóstico poco alentador, la vida empezó a cambiarle, poco a poco, pero diametralmente. Tuvo que dejar atrás sus épocas de fervor deportista y tratar de acostumbrarse a una vida sedentaria que nunca le supo bien. Siguió manteniendo su actividad profesional como analista y columnista hasta cuando pudo. Incluso hace apenas un par de meses inauguró el podcast Los Internacionalistas en el que, junto con otros excancilleres y expertos, analizaba temas actuales de política exterior. Sabía que ya no era el de antes, ni física ni mentalmente, pero, aun así, seguía adelante y no se le oía quejarse. Mantenía siempre el buen humor y el optimismo. “Afortunadamente se me olvida que el tumor me acompaña a todas partes”, le dijo a la revista Bocas en una entrevista hace un par de años.
Tuvo la fortuna de contar siempre con grandes amigos y, ante todo, con una familia a la que adoraba y que lo adoraba. Lo que más alegría le producía en los últimos tiempos era la compañía de sus nietas a las que ese alargue imprevisto e insospechado que le dio la vida después de diagnosticado el cáncer, le permitió conocer y disfrutar. Pero finalmente le llegó su hora. “Definitivamente no estamos preparados para lo único que tenemos por inevitable. No sabemos cómo morir”, había dicho en la misma entrevista. Y así se fue, como vivió. Sereno, sin levantar la voz y rodeado de la admiración y el cariño de todos los que tuvimos el privilegio de compartir con él una parte de nuestras vidas.
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