Latinoamérica explicada a un banquero japonés en Cartagena de Indias
Los llamamientos para buscar fortalezas y rasgos en común dejan una semblanza de unidad regional para afrontar los desafíos políticos y económicos postcovid
¿Existe América Latina? Héctor Abad Faciolince tituló con una pregunta tan desconcertante como existencial su intervención durante la mayor cumbre de bancos de desarrollo celebrada esta semana en Cartagena de Indias. El escritor colombiano dejó flotando sobre el Centro de Convenciones una nube de reflexión y, a través de una semblanza literaria, hizo su aporte para que los participantes del mundo de las finanzas y la economía tomaran el testigo y refrescaran desde su esquina el viejo debate: “Nos falta un verdadero relato, una ficción, una invención creíble que nos represente ante el mundo global y ante nosotros mismos”, afirmó el autor de El olvido que seremos.
La primera edición celebrada en América Latina del encuentro bautizado como Finance in common ―se han celebrado cuatro citas― ha servido de antesala para dar vueltas a lo largo de tres días a una pregunta filosófica como la de Abad Faciolince. Y de paso dar la impresión de que todos los actores reunidos remaban en la misma dirección. Por momentos parecía, incluso, que la ardua labor de explicarle Latinoamérica en pocos minutos a un banquero japonés no representaría mayores inconvenientes. La brasileña Natalia Dias, directora de mercado de capitales y finanzas sostenibles del BNDES, advirtió que se trata de una zona geográfica cuyos habitantes tienen mucha más facilidad para reconocer sus falencias que para resaltar sus cualidades u oportunidades.
“Tenemos el 40% de la biodiversidad mundial”, enlistó la brasileña, “el 10% de los arrecifes de coral, el 10% de los bosques de manglar, una de las matrices de energía más limpia del mundo. Y somos uno de los más grandes y mejores productores de alimentos”. Una sumatoria de factores que suelen saltar con facilidad en este tipo de citas. Pero, a juicio de Dias, son fundamentales para recordar que la región debe pasar de ser el epicentro de todas esas ventajas a convertirlas cuanto antes en instrumentos competitivos. Un buen punto de partida, quizás, para empezar a tejer el relato común que reclamaba el escritor colombiano.
La tarea es difícil. Se trata de una región donde se suele caer con facilidad, según explica el escritor y antropólogo Carlos Granés, en un relato atosigado desde los años sesenta por la narrativa del sufrimiento causado por la “explotación, el dominio o la opresión extranjera”. Por eso Diego Sánchez Ancochea, catedrático de Economía y Desarrollo Internacional de la Universidad de Oxford, opta por definir a la región como un laboratorio de ideas.
En su libro El coste de la desigualdad explica que la corriente estructuralista, que nació en el cono sur, produjo “hallazgos útiles para comprender desafíos de otros lugares del mundo”. Aquella teoría económica sirvió, además, para vertebrar el manifiesto latinoamericano que moldeó el espíritu de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), un modo de ver el mundo que buscaba desmarcarse a mediados del siglo pasado del corpus teórico anglosajón para encontrar respuestas arraigadas al terreno local.
Desde entonces, y a pesar de cierto agotamiento de las fórmulas macroeconómicas cepalinas, se identificó que parte importante del subdesarrollo estaba anclado a la dependencia de las materias primas y al atraso tecnológico. Dos variables que, con pocos matices, no han alterado mayor cosa y están aún presentes entre los tres problemas contemporáneos que se extienden desde México hasta la Patagonia, según la colombiana Ana María Ibáñez, vicepresidenta de conocimiento y sectores del Banco Interamericano de Desarrllo (BID).
“Somos una región con niveles de desigualdad persistentes medios y altos”, explica la economista. “Segundo, no hemos logrado periodos sostenidos de crecimiento con buena productividad e innovación. Y tercero, tenemos un altísimo grado de informalidad, tanto laboral como empresarial”. La experta expone que el 50% de la población en la región trabaja en mercados informales, cifra que en el caso del Caribe llega al 80%.
Fenómenos agudizados por la crisis sanitaria de la pandemia, con un capítulo propio en la construcción de una historia económica común. De hecho, el académico Diego Sánchez Ancochea precisa que, si bien se trata de dificultades que todos los países del mundo han padecido, el caso latinoamericano se diferencia en que se ha prolongado, con breves paréntesis como el del auge de las materias primas a principios de 2000, por más de un siglo.
Los grandes actores de la banca pública de desarrollo presentes en Latinoamérica reconocen lo anterior casi al unísono. Rodrigo Peñailillo, representante del Banco de Desarrollo de América Latina (CAF), concede que detrás de las renovadas iniciativas en busca de una narrativa económica regional se halla el grisáceo horizonte climático: “La situación no se puede mejorar de forma aislada. Debemos construir más confianza entre los países, establecer propósitos comunes”. Un diagnóstico que extiende para toda la banca multilateral: “Por la magnitud de los proyectos que ahora se emprenden, esto no se puede hacer con el BID solo por un lado y la CAF por el otro”.
Se refiere a algunos megaproyectos de inversión recientes, etiquetados como verdes. En la Amazonía, por ejemplo, la denominada Coalición Verde, centrada en temas de gobernanza y proyectos sostenibles tanto en las zonas rurales como urbanas; o en la costa Caribe, donde hay planes para recuperar la fauna marina e impulsar centros de investigación oceánica.
Los expertos coinciden en que una de las vías para conjurar la apatía debería centrar la mirada en las soluciones que la región puede aportar a la coyuntura desde sus abundantes recursos naturales: “Los investigadores, los banqueros, los académicos, los empresarios”, señala Carlos Granés, “tienen que recobrar el interés y preguntarse qué carajos estamos haciendo en el vecindario”. Y responde con certeza a la pregunta sobre la existencia de América Latina: “No hay la más mínima duda”.
Lo sustenta en el hecho de que existe una historia cultural compartida, que ha bebido de las mismas influencias, se ha obsesionado con las mismas ideas y los mismos delirios “por lo general nocivos”. El agravamiento del cambio climático ahora sirve como nexo ineludible para la acción conjunta de un grupo de países que han enfrentado históricamente un notorio desconocimiento mutuo.
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