¿De quién son los datos?
Bien sea cifras del costo del acuerdo de paz, de las hectáreas de coca sembradas, de las reservas de gas o de petróleo, el Gobierno dice una cosa, expertos independientes dicen otra. Una entidad del Gobierno da una cifra y otra entidad pública la contradice
En las últimas semanas ha vuelto a haber un debate sobre cifras en Colombia. El presidente de la República dijo que cumplir el acuerdo de paz con las FARC costará 150 billones de pesos. También dijo que la reparación a las víctimas del conflicto armado costará 301 billones. Sin embargo, en 2018 el CONPES 3932 estableció que el costo total de implementar el acuerdo sería de 129 billones.
También, se ha vuelto a discutir la dimensión del problema de la coca. En una carta al presidente Biden, el expresidente Pastrana dijo que en Colombia hay 300.000 hectáreas de coca sembradas, y que el Ejército no ha erradicado ni una durante 2023. Las Naciones Unidas dan una cifra menor, y Estados Unidos una más alta, similar a la de Pastrana.
Respecto a las incautaciones de cocaína, el Gobierno y la Policía dieron una cifra, y el Fiscal General dio otra.
Hace un par de meses, la ministra de Minas publicó unas cifras sobre las reservas de gas y de petróleo. Dijo que las reservas llegarían hasta 2037, y la Asociación Colombiana del Petróleo, ACP, respondió que las reservas van hasta 2031 y 2030, respectivamente.
Como estos hay más ejemplos. El Gobierno dice una cosa, expertos independientes dicen otra. Una entidad del Gobierno da una cifra y otra entidad pública la contradice.
La verdad, y esta es una obviedad que merece ser repetida, existe: hay un número de hectáreas de coca, hay una cantidad de cocaína incautada, las reservas van hasta un año, y no otro.
El uso de las cifras y de información en Colombia, sin embargo, no demuestra esto.
Aunque hay ejemplos de usos groseros y públicos del engaño, es probable que el mal uso de cifras no se deba, en la mayoría de los casos, a la mala fe de los líderes políticos o de opinión.
Hay formas de medir distintas que arrojan cifras distintas. Sin embargo, hay formas de medir mejores y peores, y debemos usar las mejores: las que mejor describen la realidad y el mundo, las que están construidas usando la inducción, y las que pueden detectar sus propios errores y corregirlos. Pero esto parece cada vez más raro.
En Colombia y en el mundo, la polarización política ha creado sus propias “cámaras de eco” y, con esto, no sólo espacios de repetición y difusión de ideas, sino, y lo que es muchísimo más peligroso, sistemas de construcción de verdad separados del método inductivo, y que, más que usar la evidencia para construir argumentos, usan argumentos para construir su propia evidencia, sin reconocer sus propios sesgos y, más bien, rechazando las estructuras y las instituciones que existen para reconocerlos y corregirlos. Esto se debe a la aceptación de la mentira, de la pseudo ciencia, y de la charlatanería en lo público, al desprecio por la experticia y la experiencia, y al absurdo de identificar las opiniones con los hechos.
Por ahora tenemos, entonces, un pluralismo de cifras que no sirve para aclarar el debate público, sino para instrumentalizarlo a favor de una u otra postura política. Lo que es aún más preocupante es que los datos no sólo se han politizado (esto es natural en una democracia), sino que la simple idea del “dato” ha perdido el prestigio que quizás alguna vez tuvo.
Esto es normal. Incluso podríamos decir que es natural. Los seres humanos tendemos a preferir aquello que confirma nuestras creencias y a rechazar aquello que las desafía o las contradice. Es difícil que nos demos cuenta de que cuando “creemos en X”, esto no significa que “sabemos que X es” sino que “sabemos que creemos que X es”. Por eso, es fácil entrar, casi sin darse cuenta, a un mundo paralelo en que las creencias se tienen por certezas sobre la realidad, las opiniones se tienen por hechos, y en el que los hechos que contradicen nuestras opiniones se consideran mentiras.
Más difícil que mantener espacios de contradicción (la política es uno de estos, y no está en peligro de extinción) es mantener instituciones que recojan y analicen adecuadamente la verdad, que tengan métodos públicos de recolección y análisis de datos, y que alimenten con esos datos las decisiones públicas. Con esto, no me refiero sólo a los departamentos de estadística, sino, y, sobre todo, a los medios de comunicación, a las universidades y ONGs, y a las otras entidades públicas que publican datos y cifras.
Esto es lo que Jonathan Rauch ha llamado la “constitución de la verdad”. Un “sistema de instituciones y normas que nos mantiene colectivamente anclados en la realidad y que nos permite resolver de forma cívica nuestros desacuerdos”. Para Rauch, también hay comunidades que están más o menos “basadas en la realidad”, dependiendo de su adherencia y respeto por esas redes institucionales que producen datos que no son de una persona sino de toda la comunidad, y que no reflejan lo que piensa una persona, sino que expresan una aproximación apropiada al mundo real.
Para tener una comunidad basada en la realidad es necesario que las instituciones, públicas o privadas, se den cuenta de que cuando publican un pedazo de información (una estadística, un informe, un dato o una noticia) están diciendo algo que es cierto o que no es cierto, o que es más o menos probable o improbable. Por eso, es necesario que construyan procedimientos para llegar a la verdad (falsables, reproducibles, inductivos, y que produzcan datos que sean legibles y utilizables por otros actores), que los defiendan de presiones externas y de sus propios sesgos, y que se los puedan presentar a la ciudadanía.
Necesitamos reconstruir las redes de experticia que recogen y usan los datos y las cifras, pero, para eso, necesitamos proteger la “constitución de la verdad”, y exigirles a las instituciones que las componen métodos adecuados y públicos de recolección de información. Sin esa “constitución” no se pueden tener debates entre adversarios, sino solamente peleas entre personas que, con visiones distintas de la realidad, no comparten un lugar común sobre el cuál empezar a discutir.
La constitución de la verdad es, también, la infraestructura para el disenso: es lo que hace posible que dos personas opuestas compartan los hechos, aunque no sus opiniones sobre los hechos.
Para eso, esas personas deben reconocer que los datos y la información son un bien público y común.
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