Masacre el día del cumpleaños
EL PAÍS reconstruye en la Colombia rural el cruel asesinato de cuatro personas
Miguel Vaca está convencido de que un enjambre de serpientes blancas que lo envolvieron en el sueño fue la premonición de la masacre. Su hijo, la esposa de él y otra pareja fueron asesinados días más tarde. Despertó inquieto, confundido. Duró con el mal presagio todo el día. “¿Qué significará ese sueño?”, le preguntó a su mujer. “Pueden ser chismes”, le respondió ella sin darle mayor importancia. Ahora cree que un ánima le estaba avisando.
La primera masacre de 2023 en Colombia fue cometida el 1 de enero entre Río de Oro (Cesar) y Ocaña (Norte de Santander), durante la celebración de un cumpleaños. Acabó con la vida de dos matrimonios, uno de ellos el de los padres de dos niñas gemelas de cuatro años, ahora huérfanas. Las niñas, nietas de Miguel, fueron testigos del hecho. No hay señales de que los dos sicarios prófugos, autores de este crimen múltiple, sean paramilitares o guerrilleros. Actuaron provistos de un revólver con cuatro balas y cuchillos. El comandante de la Policía habla de un posible “ajuste de cuentas” que no ha podido corroborar, y el pueblo, entre tanto, guarda silencio.
Eduard Vaca, una de las víctimas, tenía 35 años. Cerca de la hora final, llamó a su padre.
—Papá, ¿dónde está? —le preguntó.
—Aquí, en la casa, hijo, tomándome unos traguitos —le respondió Miguel.
—Papá, espérenos. Ahora voy a ir con Mildred para que nos tomemos unas cervezas —Mildred, la esposa, también fue asesinada.
Cansado de esperar, se acostó a dormir. Timbre del teléfono. Una voz extraña al otro lado de la línea: “¿Es usted Miguel Vaca?”. “Sí, con él habla”, contestó. La noticia que le dieron enseguida lo desvaneció en la cama. Aquello parecía una alucinación.
Miguel tiene 70 años y desde hace 50 se dedica a la alfarería. Tiene el rostro colorado y las manos ásperas, curtidas por el sol y el trabajo. En los ochenta, unos hombres armados con pistolas lo amenazaron, condenándolo al destierro. Llegó desplazado a Ocaña, con sus hijos pequeños. Su esposa había muerto de leucemia, a los 33 años. Con el sudor a cuestas, Miguel crio solo a sus hijos. “Llevaba una vida muy triste”, rememora y suelta el llanto. Registrado en la base de datos de pobreza extrema, asegura que no recibe ayuda del Gobierno.
Solo el año pasado, la Personería recibió más de mil declaraciones de víctimas. El desplazamiento es el delito más común en Ocaña.
Cuando sus hijos crecieron, Miguel les enseñó a hacer ladrillos y pronto varios de ellos se dedicaron al oficio. Eduard Vaca Pacheco prestó el servicio militar y después se rebuscaba la vida entre la alfarería, la albañilería y trabajos varios. Desde que se había ido a vivir en unión libre con Mildred Ortiz, de 29 años, él le ayudaba en uno de los billares de propiedad de la familia. Tuvieron dos niñas gemelas, ahora de cuatro años.
Miguel evoca con intensidad la disposición de su hijo Eduard para colaborarle, su cariño, su coraje.
—Mi hijo era de buen corazón. Usted puede preguntarle a todo el mundo: no tiene antecedentes en ninguna parte. Era una buena persona —dice.
Miguel no se explica por qué mataron a su hijo si ni él ni su familia le han hecho daño a nadie. Le preocupa que el nombre de su hijo quede manchado. En Colombia, un país violento, campea la creencia de que existen crímenes justificables. El mismo expresidente Álvaro Uribe se ha referido a víctimas de homicidios como “buenos muertos”.
—Tanto bregar uno con los hijos para que las manos criminales se los quiten —se lamenta Miguel.
Los cuerpos han sido entregados tres días después de la masacre —el año pasado hubo 94 asesinatos múltiples en Colombia y el denominador común es la impunidad—. Para hacerle la necropsia tuvieron que trasladarlos a Bucaramanga, a cinco horas de Ocaña. Afuera de la casa de Miguel, hay gente sentada en sillas de plástico. Se resguardan del sol bajo una carpa. Los hombres toman aguardiente artesanal de la región.
En la sala de la pequeña casa hay fotos pegadas en la pared: Eduard y Mildred cargando a las niñas, Eduard y Mildred abrazados, Eduard cocinando, Eduard posando bajo una palma, Eduard cuando sonreía. Hay un crucifijo, velas y crisantemos blancos y amarillos. Su padre ha decidido sellar el ataúd con papel Vinipel para que nadie lo destape. Miguel tenía la esperanza de ver a su hijo muerto como si estuviera dormido. “Pero le desfiguraron mucho la cara, me lo acabaron. Tengo un dolor muy grande”, dice exhausto de llorar. Desde que se enteró de la tragedia le cuesta conciliar el sueño, come poco. Su familia vela el ataúd, pero han transcurrido varios días y el cadáver se pasa de tiempo para ser sepultado.
Es jueves, cinco de enero. El coche fúnebre recorre las calles empinadas. Gentes asomadas a las puertas de las casas lo ven pasar. El cortejo sombrío que sigue al féretro contrasta con la gente alegre y los atuendos de colores en las esquinas. Los apostados en los andenes, arrojan agua, espuma y maicena a los que pasan. Por esos días se celebran los carnavales y algunas calles están cerradas. Pitos, música y grupos folclóricos por todas partes. Hay concursos de carros con los bafles más potentes. La alegría ignora lo que la tristeza sabe.
Ocaña, con aproximadamente 120.000 habitantes, fue fundada por la corona española en 1570. Está situada en una de las rutas de entrada a la convulsionada zona del Catatumbo (limítrofe con Venezuela), donde se concentra una cantidad enorme de cultivos de hoja de coca y de laboratorios para la producción de cocaína. Una variada gama de bandas criminales combate entre sí: escuadrones paramilitares como el Clan del Golfo, la guerrilla procubana ELN (Ejército de Liberación Nacional) y un par de grupos divergentes de las antiguas FARC, que rehusaron acogerse a los acuerdos de paz sellados hace seis años con el entonces presidente Juan Manuel Santos, pero buscan ahora ser parte del proyecto de paz total de Gustavo Petro. La vida económica de Ocaña gira fundamentalmente alrededor del empleo estatal, la agricultura, el comercio ilícito de drogas para el consumo local y un turismo incipiente.
Durante la ceremonia fúnebre, Miguel Vaca se desvanece sobre el hombro de la esposa. La hija le toca las mejillas, pero no responde. “¿Papá, papá?”. Le abre la camisa y, al tiempo, una decena de personas empieza a abanicarlo. Pálido, trata de responder entreabriendo los ojos. Gotas de sudor le bajan por la frente. Su cuerpo está desgonzado, sin fuerzas. Varios hombres lo sacan al jardín. Le aplican alcohol, pero sigue sin reaccionar. La angustia de la familia se acrecienta. Le llevan agua y suero oral. Miguel empieza a moverse y va volviendo en sí, poco a poco. La noche anterior había tomado trago para soportar la pena.
El párroco, vestido con una casulla morada, sigue con la misa. Minutos después, se desploma la esposa de Miguel. La escena agobiante se repite: el rostro lívido, la muchedumbre alrededor, la amenaza de otra muerte. Mientras Miguel y la esposa intentan recuperarse afuera, Mireya, la hermana de Eduard, sube a la tarima y toma la palabra:
—Más que un hermano, era como mi hijo y él no tenía enemigos. Me mataron a un hijo —dice con los ojos hinchados y rojos por el llanto—. Te vas al cielo y sé que mi mamá te recibe con los brazos abiertos —sus manos tiemblan y se queda sin aire. La ayudan a bajar, sosteniéndola de los brazos y la ceremonia termina. Entre los columbarios del cementerio, los abrazos se funden con los lamentos.
Para evitar el riesgo de que se descompusiera, el cuerpo de Mildred, la esposa de Eduard, fue enterrado la tarde del miércoles cuatro de enero. Una decena de personas llevaba puesta una camiseta con el rostro de los esposos y la leyenda “Te recordaremos por siempre”. El sacerdote lamentó la muerte, pidió “por su eterno descanso” e invitó a que no se le recordara con dolor sino en los momentos de felicidad. Los rituales fúnebres se centran menos en el sufrimiento de los vivos que en las almas de los muertos. A punto de enterrarla, los familiares se arremolinaron alrededor del cajón de madera y le dieron golpes repetidos, aferrándose a él. Los gritos fueron in crescendo a medida que bajaban el ataúd a la fosa de tierra.
Una de las víctimas de la masacre cumplía años. Marlene Villamizar celebraba sus 55 al son de vallenatos, cervezas y un sancocho de gallina. Ella y su esposo, Rodrigo Meza, lucen enmaicenados y contentos en las fotos que se tomaron aquella tarde del primero de enero. El Estadero El Pentágono, donde ocurrió la masacre, es un rancho ubicado sobre la carretera angosta y con curvas que va de Ocaña (Norte de Santander) a Río de Oro (Cesar). Al lado hay un taller de carros. De techo de zinc, paredes de madera y cercas de guaduas, tenía mesas, sillas de plástico, un refrigerador y unos altoparlantes. La pareja vivía ahí desde hace 18 años y pagaba 150 mil pesos (alrededor de 25 dólares al valor de hoy) por el alquiler. En tiempos de pandemia, cuando el negocio se vio obligado a clausurar, llegaron a pagar 80 mil pesos (16 dólares).
Ese día, el local no estaba abierto al público. Los invitados eran amigos de los administradores, todos conocidos. Mildred llegó con Eduard y las niñas cerca del mediodía por invitación de una amiga que se fue media hora antes de la masacre. En una foto que subió al estado de Whatsapp, a Mildred se le ve alegre, cantando, con un vaso de cerveza en la mano. Las últimas fotos grupales se las tomaron a las 5:08 de la tarde. Los invitados comenzaron a irse y solo quedaban Marlene, su nieto de 11 años, Rodrigo, Mildred, Eduard, las hijas y dos invitados más.
Cerca de las seis de la tarde, llegaron dos sicarios en moto. La estacionaron en el patio de tierra y entraron al lugar. Pidieron un litro de cerveza y se sentaron en una de las mesas, al lado de Rodrigo y Eduard. Marlene les llevó la cerveza y los hombres se la sirvieron en vasos plásticos. Los que quedaban en la fiesta ya estaban borrachos.
Eduard estaba de espaldas y Rodrigo, frente a él, conversando. Las niñas gemelas jugaban y comían golosinas. Lo que pasó a continuación es confuso y tendrá que investigarse a fondo. La versión de uno de los testigos y de la Policía es la siguiente: uno de los asesinos se levantó y le disparó por detrás a Eduard en la cabeza. Rodrigo, el esposo de Marlene, se levantó a protestar y le dispararon tres tiros entre el tórax y el abdomen. Las víctimas cayeron al piso.
Los sicarios solo tenían cuatro balas. Usaron un revólver calibre 38, propio de delincuentes comunes y no de grandes grupos criminales como las guerrillas o los paramilitares.
Las mujeres gritaron aterrorizadas. Una de las niñas gemelas salió corriendo por la orilla de la carretera; la otra se escondió debajo de una mesa desde donde vio el desarrollo de la tragedia. Los sicarios sacaron puñales y arremetieron contra Marlene, que murió enseguida. Un perro intervino ladrando y también lo apuñalearon. Mildred corrió a la única habitación que había y trató de esconderse debajo de la cama, pero el cuchillazo de uno de los sicarios la alcanzó. Murió en el hospital. Los sicarios huyeron del lugar y hasta ahora no hay capturas.
La masacre sucedió horas después de que el presidente Gustavo Petro anunciara el cese bilateral al fuego con cinco grupos armados en su proyecto de “paz total”. Cuando la Policía llegó a la escena del crimen había botellas en el piso y mesas revolcadas, lo que parece indicar que hubo forcejeo. El lugar está acordonado con cintas de seguridad. Cinco perros y dos gatos se asoman al encuentro. Hay pocos rastros de sangre porque el lugar fue lavado dos días después de la masacre.
Un agente de Policía contó que en Colombia matan hasta por 100 mil pesos (20 dólares) y hay negocios de alquiler de armas que son usadas por el sicariato.
Las autoridades ofrecen 50 millones (10.000 dólares) de recompensa por información que conduzca a esclarecer la masacre. La versión de la Policía es que solo iban a matar a Eduard y las demás víctimas fueron circunstanciales. La hipótesis del móvil que hasta ahora han planteado es “ajuste de cuentas”. En el mundo del crimen, de acuerdo con el coronel Luis León, comandante de la Policía del Cesar, es una manera de cobrar negocios entre criminales. Para las familias de las víctimas esto suena revictimizante y piden justicia.
Un agente de Río de Oro, que tuvo que atender la emergencia, dice que lo que sucedió no fue una masacre, sino un “homicidio colectivo”. En la legislación penal colombiana la masacre no aparece tipificada, pero tampoco lo está el “homicidio colectivo” o “múltiple”. Existe el homicidio. La exfiscal Ángela María Buitrago cree que esa figura surgió hace unos años para quitarle impacto a los hechos que sucedían y que se denominaban mediáticamente como masacres.
Las gemelas no entienden del todo lo que les ha pasado a sus padres. Preguntan todo el tiempo por ellos. Sus familiares han tapado su ausencia con pequeñas mentiras, están trabajando, ya llegan en breve, pero pronto tendrán que enfrentarse a la única verdad: ya no van a regresar.
Suscríbase aquí a la newsletter de EL PAÍS sobre Colombia y reciba todas las claves informativas de la actualidad del país.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.