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Esclavos en el sótano

La policía detecta cientos de casos de explotación laboral Se han hallado en talleres textiles, locutorios, venta ambulante, redes de mendigos o el campo

Un taller chino ilegal intervenido en Mataró (Barcelona).
Un taller chino ilegal intervenido en Mataró (Barcelona). Gianluca Battista

Un paseo por Vallecas. Tres modelos de cuartilla se disputan los parabrisas de los coches del barrio madrileño. Los tres anuncian lo mismo: chicas latinas, pero cada uno dirige a un teléfono distinto. La prostitución de extranjeras controladas por redes es una modalidad de explotación a la que se han acostumbrado las calles españolas. Pero hay cadenas mucho menos visibles.

En el corazón de Vallecas se ubica un taller textil chino en el que intervino la Policía Municipal en octubre de este año. Es un semisótano con cuatro ventanas cegadas por placas de conglomerado. Al llamar, una descarga eléctrica abre la puerta, y al final de unas escalerillas un oriental de unos 40 años se sorprende al encontrarse con desconocidos. Detrás de él, otro hombre remata una gabardina encorvado sobre una máquina de coser. El local no tiene luz natural y está tapizado de bobinas y fardos de ropa. El capataz, que dice llamarse Juan, explica que todo está en orden con la policía, que sus trabajadores cobran una nómina pero que no sabe de cuánto porque esos detalles se los lleva una gerencia. Llega una mujer gritando en chino e invita a los visitantes a marcharse.

La Policía Municipal de Madrid confirma que no pudo actuar contra este taller más allá de una denuncia por insalubridad. Dos agentes se encontraron con 12 trabajadores —cuatro de los cuales tenían orden de expulsión— y registraron una ristra de infracciones: ausencia de ventilación, cables colgando… Para llegar más allá, para demostrar que los trabajadores son víctimas de trata o de explotación laboral, hay que probar que sufren coacciones o abusos. Y lograrlo es complejo. Por eso estos dramas se mantienen ocultos hasta que suceden desastres como el del lunes en Prato (Italia), donde un taller ardió dejando siete víctimas.

Rosa trabajó interna en una casa en la que le quitaron el pasaporte, ganaba solo 560 euros y dormía en un sofá-cama

José Nieto es jefe de la Unidad contra las Redes de Inmigración Ilegal (UCRIF) en Madrid. “En los talleres chinos imputamos por explotación laboral, pero la Fiscalía nunca la reconoce”, cuenta. Él está familiarizado con las condiciones en estos centros, con jornadas de hasta 14 horas a cambio de comida. Explica que cada vez hay menos en España porque a los textiles chinos les trae más cuenta competir desde su país. También enumera las barreras que encuentra la policía para erradicarlos: la primera es convencer a los trabajadores de que son víctimas, porque lo que en Europa es inaceptable en Asia la pobreza lo hace deseable; también padecen con los intérpretes porque no dejan de estar muy vinculados a su comunidad; la legislación es muy garantista...

Nieto es un hombre de pecho amplio y con las primeras canas en la perilla. “Con la crisis estos casos son aún más complicados porque nadie denuncia si le dan de comer. Al final se detiene al sospechoso, se le leen sus derechos y se le tiene que dejar libre”, dice refiriéndose al conjunto de investigaciones por explotación y trata de personas con fines no sexuales. Se trata de dos delitos diferentes. Aunque concomitantes. La trata implica la captación, traslado o recepción de una persona mediante engaño o abuso. “Si no se produce ese traslado, o si la persona viaja sabiendo dónde y en qué va a trabar pero luego se encuentra que lo hace en condiciones leoninas, se trataría de explotación laboral. Es un delito contra los derechos de los trabajadores extranjeros”, precisa Patricia Fernández Olalla, fiscal adscrita al Fiscal de Extranjería.

Entre enero y septiembre de 2013, la Policía Nacional realizó 224 operaciones contra la explotación laboral y seis contra la trata. Por el primer delito se detuvo a 329 sospechosos. Por el segundo a 14, casi siempre españoles. Víctimas se han localizado 285. Los tribunales españoles tenían a principios de este año 26 causas vivas por trata, en las que detectó a 89 posibles víctimas, sobre todo dedicados a la mendicidad y menores. Desde que se incluyó este delito específico en el Código Penal (en 2010) no se ha emitido ninguna sentencia

A diferencia de las grandes redes de trata de mujeres para la prostitución, esta clase de esclavitud funciona mediante grupos de conocidos o familiares que se aprovechan de compatriotas con necesidades. "No hay grandes redes porque no es un delito que genere cantidades de dinero mareantes. Si quieres enriquecerte, vas a lo sexual", dice Nieto.

Fernández Olalla corrobora esta idea y explica que solo el 5% de los casos que le llegan son por explotación laboral no sexual. “Es más clandestina y difícil de investigar. Nunca encontrarás un anuncio en prensa que diga ‘Explotados laborales. Llama al…’ como ocurre con las prostitutas”. Sin embargo, el drama de la explotación no sexual cuenta con los mismos ingredientes que su hermana mayor: las víctimas viven cautivas, solo conocen el país a través de sus explotadores y se les ha imbuido el miedo al exterior.

Nieto explica que la explotación se oculta tras muchas figuras cotidianas. Por ejemplo, en el africano que vende La Farola o en los top-manta que no cobran por vender su producto más que el derecho a un bocadillo y un colchón en un piso atestado. “Por eso no se hacen la competencia, y por eso lo único que temen es a la policía municipal, que les requisa los objetos obligándoles a resarcir a su explotador”.

Los principales afectados proceden de China, Bangladés, Pakistán y Rumania. Las redes más grandes son las de bangladesíes, que trabajan un tiempo en España en restaurantes o venta ambulante hasta que son trasladados a su destino final: Reino Unido. Los paquistaníes obran de forma parecida y se concentran en Cataluña. Los rumanos suelen estar a las órdenes de un español que los subcontrata en la construcción o en explotaciones agrícolas, donde no son la única nacionalidad explotada, explica Maria Teresa de Gasperis, de la ONG Accem, que trabaja con víctimas de la explotación y la trata.

Esclava doméstica

Rosa no estuvo en el campo sino en una casa. Esta paraguaya de 47 años trabajó unos 10 meses en la casa de una familia española en un pueblo de Madrid. “Estaba de interna. Limpiaba y cuidaba del bebé”, explica. Es una mujer menuda y de mirada nerviosa. Se retuerce las manos cuando explica que en aquella casa, a la que llegó por una conocida compatriota, no tenía horario ni apenas días libres —“nunca fijos”— tampoco una habitación propia; dormía al principio en la habitación del niño, luego en un sofá-cama del despacho. No tenía –ni tiene- papeles, tampoco le redactaron contrato, y los alrededor de 560 euros que le pagaban no llegan al salario mínimo.

Cuando llegó a la casa todo parecía normal. “Eran muy amables, me prometieron que con el tiempo tendría contrato para hacerme los papeles”, recuerda. Y esa amabilidad hizo que no sospechara cuando la mujer le pidió su pasaporte para guardárselo; por seguridad, le dijo. Al cabo de unas semanas, cuando ponía alguna objeción al horario, cuando no tenía el día libre solicitado o preguntaba por el contrato que nunca llegaba, sus empleadores le hablaban de lo “complicadas” que eran las cosas para una persona como ella, sin papeles. De los problemas que tendría si la policía llegaba a enterarse. Amenazas veladas que la mantuvieron atada hasta que logró que la despidieran. No le pagaron el último mes. Tampoco se le pasó por la cabeza denunciar a la policía.

En su caso fue el miedo a una expulsión. Las barreras culturales o las necesidades materiales son otros factores que dificultan la denuncia. Cuando esta se produce pueden dar pie a operaciones como las de los locutorios que ejecutó en 2010 la Guardia Civil de Albacete tras dos años de investigación. Comenzó con un inmigrante que aseguraba que su jefe se aprovechaba de su precariedad. A partir de ahí la Guardia Civil descubrió que el jefe del locutorio había captado 80 extranjeros irregulares en Murcia y otras bolsas de inmigración para emplearlos en 38 establecimientos de Murcia, Alicante, Albacete, Almería y Granada. Las víctimas (rumanos, ecuatorianos, bolivianos, colombianos y marroquíes) vivían en pisos de la organización, eran controlados por supervisores y cámaras, no tenían contratos ni días festivos, debían pagar penalizaciones ante cualquier desperfecto…

El problema, apunta De Gasperis, es lo que sucede después de que las autoridades desentramen las redes. Esta experta cree que “hacen falta recursos específicos de atención a las víctimas, la mayoría hombres, que sin apoyo no colaborarán para denunciar a sus explotadores”. Mientras que para las mujeres explotadas en la prostitución hay casas de acogida y proyectos especializados son pocos los que se dedican a los esclavizados por sus empleadores.

En la mendicidad solo se persiguen casos con niños y minusválidos, porque demostrar coacciones en adultos es casi imposible

La explotación en la mendicidad es otra de las más difíciles de combatir. La imposibilidad de probar coacciones hace que las intervenciones policiales se limiten a los casos de niños y discapacitados. Respecto a los menores pedigüeños, su proliferación a mediados de la década pasada, coincidiendo con la libre circulación en Europa de rumanos y búlgaros, hizo que los Ayuntamientos retiraran la patria potestad a progenitores sospechosos. “Y muchos veces esos policías se encontraban con que los bebés que llevaban las mujeres que mendigaban eran de alquiler”, cuenta Nieto, que recuerda un caso en Valencia donde una decena de padres rumanos utilizaba a sus hijos para hurtar en cajeros automáticos. Los adultos los distribuían en tres grupos a los que exigían 500 euros al día. Si no cumplían con los objetivos, los críos recibían castigos como quedarse sin comer.

Las dificultades para perseguir estos delitos no son solo españolas. Suecia, uno de los países que más atención presta a la trata y la explotación, con una legislación muy agresiva hacia los clientes de prostitución por considerarlos el huevo de la serpiente, admite que cuando no hay trasiego sexual es muy complicado delimitar qué es explotación.

Mientras se toma un café, lo explica en el jardín de la Embajada de Suecia Per Englund, responsable de trata de la policía del país. "No tuvimos este problema hasta hace poco y estamos trabajando para adaptar la ley. Por el momento es una cosa que depende de la sensibilidad de los agentes para reconocer los abusos".

La mayoría de casos en el país corresponde a grupos de tailandeses y búlgaros que acuden al país para la recolección de arándano. Los cabezas de las redes aprovechan que existen acuerdos bilaterales que permiten los desplazamientos de jornaleros para abusar de la predisposición a trabajar de muchos de sus compatriotas, a los que mantienen en situaciones extremas en los nevados bosques nórdicos.

Fuera de este flujo que la policía hace muchos esfuerzos por controlar, Englund solo consigue citar un caso de explotación no sexual que se haya resuelto satisfactoriamente. Es el de un ucranio sin brazos al que una familia moldava sacó de su país prometiéndole trabajo en una oficina. A partir de ahí, fue paseado por Rusia, Holanda, Estonia y Suecia. Ejercía la mendicidad todo el día y vivía con una mujer que lo vigilaba. El hombre consiguió escapar y dio con un agente que reconoció el abuso. Su explotador fue condenado a cinco años.

La explotación invisible y la visible. Al final del paseo por Vallecas, en la boca del metro de la calle de Peña Prieto una mujer china busca con el cuello muy envarado hombres a los que entregar una tarjeta de cartón con un número de teléfono: "Masaje oriental. Una hora, 70 euros. 30 minutos, 45 euros. 15 minutos, 30 euros". Las letras están impresas sobre la foto de una chica acurrucada en ropa interior.

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