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Tribuna
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“Todos somos culpables en Colombia” (Montería, Córdoba)

Dice la honorable Corte Suprema de Justicia que permitimos que criminales con ínfulas de pacificadores asolaran y minaran y desmembraran nuestras tierras

Ricardo Silva Romero

Dice la honorable Corte Suprema de Justicia, en su segunda sentencia contra el ensangrentado comandante paramilitar Salvatore Mancuso, que “todos somos culpables” en Colombia porque –por extraviados o por miedosos o por convencidos o por violentos– permitimos que criminales con ínfulas de pacificadores asolaran y minaran y desmembraran nuestras tierras, y lo hicimos “sin excluirlos, sin señalarlos”. Dice la Corte Suprema que la delincuencia no hubiera logrado todo lo que logró –reprogramar el país, ni más ni menos– de no haber contado con la cooperación de funcionarios, de jueces, de legisladores, de empresarios, de comerciantes, de ganaderos, de espectadores. Dice la Corte que “va siendo hora de que, en aras de lograr una catarsis, un olvidar, un comenzar de ceros, todos hagamos un verdadero acto de contrición”. Y sí: de acuerdo.

Pero también deja en claro que los ciudadanos que fueron cómplices de la debacle deben ser juzgados por la justicia ordinaria pues esa suma de masacres no fue una política de Estado.

Y es un silogismo con “un pero” propio de estas lógicas enrevesadas: el Estado somos todos; todos somos culpables; pero la violencia colombiana no ha sido una política de Estado, sino el oficio de unos cuantos.

Y esos cuantos no deben ser investigados por un tribunal especial, que sería “un verdadero acto de contrición” de la cojísima justicia colombiana, sino que deben ser juzgados por los jueces de este país que –según el índice internacional creado en 2015 por la Universidad de Puebla– es el tercer país del mundo en impunidad.

En fin. Salvatore Mancuso, de 52 años, fue el segundo hijo de una familia colomboitaliana de Montería, pero un día nefasto dejó de ser un poderoso hacendado del deslumbrante departamento de Córdoba –su tierra fértil, verde, vivía asediada por las guerrillas– para volverse el gran jefe de los paramilitares colombianos. En 2005 se sumó al proceso de paz con las autodefensas. En 2006 confesó ser el verdugo de 336 colombianos y el autor de tres de las peores masacres de la Historia de Colombia. En 2008, antes de que terminara de contarle al país su versión de los hechos, fue extraditado a Estados Unidos por tráfico de drogas junto con 13 comandantes paramilitares. Y es por ello que miles de sus víctimas han tenido que reconstruir por su propia cuenta las pesadillas impunes que fue dejando a su paso.

Eso mismo, esa impunidad exasperante, esa justicia que no contesta las cartas ni las llamadas, les ha sucedido a las víctimas de los narcotraficantes, de las guerrillas, de las manos negras, de los agentes del Estado. Y ha hecho peor, por ejemplo, el dolor de los familiares de los 153 periodistas colombianos que fueron asesinados a espaldas nuestras desde 1977 hasta hoy: sólo se ha condenado a cuatro autores intelectuales.

El serísimo grupo negociador del Gobierno colombiano busca la paz con las Farc, ahora, sumándoles a sus ideas las de los líderes que consiguieron la victoria del “no” en el plebiscito, pero pase lo que pase –dice la Corte– es hora de que todos hagamos un mea culpa. Y sí, podemos repetir que no fueron ellos, sino nosotros, todo lo que se requiera así sea sólo para que semejante desangre no vuelva a suceder: yo puedo decir, por ejemplo, que viví una vida mientras llegaban de lejos noticias de matanzas y de secuestros y de extorsiones como ritos oficiados tanto por los unos como por los otros. Pero, como todo esto es sobre las víctimas, como se trata de que Colombia no sea una cadena alimenticia, sino una democracia, de nada servirá si la justicia no hace su trabajo, si los honorables tribunales no consiguen, de las voces de los asesinos y sus dueños, el relato de la masacre que ocurrió mientras dormíamos.

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