Un Lehman en potencia para la eurozona
Tanto Atenas como los socios han fallado en una negociación interminable que ha terminado como el rosario de la aurora
“¿Quiere la verdad? Usted no sabría qué hacer con la verdad”, decía aquel personaje interpretado por Jack Nicholson en Algunos hombres buenos. Suele suceder en política, pero absolutamente nadie en Europa acierta a decir la verdad sobre Grecia desde hace tiempo. Ahí va un intento, en la medida de lo posible.
La verdad es que los males del país son básicamente culpa de Grecia: el derrumbamiento se debe a la ponzoña sembrada por unas élites políticas —los Papandreu, Karamanlís, Mitsotakis— con mentalidad clientelista y cleptocrática.
La verdad es que Europa y el FMI han contribuido a la depresión de ese país bipolar —tan mediterráneo como balcánico— con dos supuestos rescates que exigieron recortes salvajes y han dejado a la sociedad griega con una extraña mezcla de resignación y cólera.
La verdad es que, a pesar de todo, sin el dinero europeo todo habría sido mucho peor.
La verdad es una escapista de primera, pero está claro que economistas de tercera división —con la heráldica supuestamente infalible de Berlín— impusieron a Grecia una política fallida, y a su vez Grecia ha sido incapaz, a pesar de la gravedad de la situación, de reformarse ya no en los seis últimos meses, sino en las seis últimas décadas.
La verdad, en fin, es que tanto Atenas como los socios han fallado estrepitosamente en una negociación interminable que ha terminado como el rosario de la aurora, y los griegos han dicho hoy no con rotundidad a una determinada forma de pensar en Europa, que se enfrenta a una de sus crisis más graves. Es más grave que la crisis de las sillas vacías en 1965, que paralizó el proyecto durante años. Es más grave que la patada que supusieron los referéndums de Holanda y Francia a la Constitución Europea, porque esta vez hay un posicionamiento agresivo de una de las partes, o de las dos. Y es más grave porque por primera vez Grecia pone en cuestión el leitmotiv europeo (“Una unión cada vez más estrecha”), y porque se elevan las probabilidades de una salida que dejaría muy, muy tocada la construcción europea.
En 2008, El Gobierno conservador estadounidense decidió que ya era hora de dar una lección a los banqueros y dejó caer Lehman Brothers. Nadie, absolutamente nadie, previó el efecto contagio derivado de esa decisión en todo el mundo. La crisis de Grecia es más una crisis política que una crisis económica y financiera, pero en el fondo traza extraños paralelos con Lehman: también esta vez una parte de lo ocurrido es una especie de lección, de moralina. Los griegos nos mintieron, los griegos han quebrado el consenso europeo, los griegos se atreven a cuestionar las recetas que vienen de Alemania; esto no se puede permitir, vienen a decir los líderes, si no queremos que el ejemplo cunda en España con Podemos, en Portugal con los socialistas, en Irlanda con el Sinn Fein, en Italia con el movimiento 5 Estrellas.
El daño ya está hecho: pase lo que pase, Grecia se enfrenta a una crisis aún más grave que la de estos últimos cinco años, que han dejado un 26% de paro, una pérdida de riqueza del 25% del PIB y una deuda a todas luces impagable. Europa tendrá que pagar entre 20.000 y 30.000 millones más, según las primeras estimaciones, de lo que pretendía hace 10 días si quiere evitar los escenarios más arriesgados. La Unión no parece consciente de que a la larga va a sufrir en sus propias carnes esa crisis: quizá sea verdad y el efecto contagio sea, esta vez, manejable. Pero vendrá una nueva recesión —y en algún momento vendrá: eso es seguro— y cogerá a contrapié a los países más vulnerables, los que tienen deudas más abultadas, los que a duras penas empezaban a salir ahora del colapso que supuso la Gran Recesión. Y cuando llegue esa crisis, los mercados internacionales habrán tomado nota de que la irreversibilidad del euro ya no es incuestionable, de que la moneda única ya no es más aquella vía de un solo sentido.
En el caso Lehman, al menos Washington tuvo la cintura de dejar sus principios y las moralinas a un lado y, una vez empezó el kungfú, hizo todo lo necesario para domar a la bestia y evitar una Gran Depresión. Con Europa a las puertas de su propio Lehman, es de esperar que la mujer más poderosa del continente, Angela Merkel, reaccione como es debido. Hasta hoy, Merkel —a pesar de un buen puñado de formidables errores de cálculo— ha sido más o menos eficaz defendiendo sus reglas, resolviendo momentos sumamente difíciles, manteniendo unido el club a pesar de todo. Desde hoy, con las reglas y los consensos heridos de muerte, hay que pedirle a Merkel que reaccione para que en Europa quepan todos, incluidos los rivales. La crisis griega es la reválida de la canciller. En los próximos disparos del BCE se verá qué ha decidido: se verá si Berlín es capaz de hacer lo que sea necesario y parezca suficiente. A la banca griega le quedan dos días, tres a lo sumo antes de quedarse seca y dar comienzo a un peligroso dominó que podría acabar con la salida de Grecia del euro. Eso tiene el potencial, según el historiador económico Barry Eichengreen, de un Lehman al cuadrado. Las izquierdas europeas han vagado como verdaderos fantasmas durante toda la crisis: es su turno, empezando por François Hollande y Matteo Renzi, de arreglar el desaguisado. El ala conservadora, liderada por Merkel, tiene que evitar que el euro descarrile. “Las distinciones sociales solo pueden fundarse en la utilidad común”, dice la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano: es hora de que Alemania y Merkel demuestren qué tipo de líderes son, si es que lo son.
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