El día después
El día después del referéndum escocés podían pasar dos cosas. Si ganaba el sí, los escoceses hubieran tenido que gestionar una economía que pierde competitividad, sostener el Estado del bienestar, regular la banca, pagar las deudas adquiridas durante la crisis, imaginar un futuro sin petróleo y hacer frente al envejecimiento de la sociedad.
¿Y una vez que ha ganado el “no”? Pues entonces, los escoceses tienen que gestionar una economía que pierde competitividad, sostener el Estado del Bienestar, regular la banca, pagar las deudas adquiridas durante la crisis, imaginar un futuro sin petróleo y hacer frente al envejecimiento de la sociedad.
Exacto, han leído bien: los retos son los mismos. Lo único que cambiaba era que en el primer caso, los escoceses tendrían que haber hecho todas esas cosas y, a la vez, construir un Estado propio, mientras que en el segundo caso tienen que hacerlo de forma conjunta con Londres, aunque con un grado de autonomía sustancial.
El punto de vista de los independentistas es que el margen de autonomía que hubieran ganado con la secesión les hubiese gestionar mejor esos retos y, además, hacerlo de forma autónoma, sin someterse a los dictados del Gobierno británico, lo que hubiese tenido consecuencias positivas. Sin embargo, para los contrarios a la secesión, la independencia no sólo significa una menor capacidad a la hora de gestionar esos desafíos, pues dichos problemas se gestionan peor entre 5 millones de escoces que entre 63 millones de británicos, sino también la dedicación de ingentes cantidades de tiempo y recursos a construir la capacidad estatal con la que resolverlos.
La estatalidad, aunque al calor del debate identitario tienda a convertirse en un fin, no deja de ser un medio. Si ganaba el sí, sin duda hubiera sido un día histórico que hubiese dejado las calles desbordadas por la alegría popular y las banderas blanquiazules. Pero este viernes, hubiera habido que hacer cosas tan mundanas como negociar un prefijo telefónico para las llamadas internacionales, gestionar la red eléctrica del país o, al otro extremo de la complejidad, poner en marcha un servicio de inteligencia que prevenga atentados terroristas yihadistas, diseñar y armar unas fuerzas armadas propias, repartirse miles de millones de deuda pública y abrir unas complicadísimas negociaciones con la Unión Europea para lograr que el nuevo país pase el mínimo tiempo posible fuera de la UE.
Paradójicamente, todo ese largo y costoso proceso tendría que haber sido negociado y pactado con el gobierno del país del que se hubieran acabado de independizar. Eso hubiese supuesto que si ganaba el sí, durante los próximos cinco años, los escoceses iban a ver más Londres en sus vidas de lo que han visto en los últimos 300 años. Así pues, incluso desde el consenso y la mano tendida (recuerden que el primer ministro británico, David Cameron, dijo que aunque la independencia le rompería el corazón, no pondría obstáculos a su consecución si ganará el sí), la independencia hubiera supuesto invertir mucho tiempo y recursos en volver a la casilla de salida donde hubieran esperado los mismos problemas de siempre.
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