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Tentaciones
sin filtro

¿Es ridículo ir al Sónar si tienes más de cuarenta? Diana Aller nos lo cuenta

Si cuando iba a festivales con 20 años hubiera visto a señores de 40 como público les habría mirado raro. Este año cumplo 43 y aquí estoy, dándolo todo

El Sónar se define en su web como un Festival Internacional de Música Avanzada y un Congreso de Creatividad y Tecnología. El grueso de su público está entre los 20 y los 35 años, aunque -cada vez más- abundan los adultos, hechos y derechos. Algunos desentonan, algunos disfrutan, otros simplemente aguantan, y unos pocos se hacen los modernos pero no les sale.

Estoy gozando mucho frente a Princess Nokia, que se mueve, habla, canta y baila todo a la vez. A mi lado hay gente de 19, de 32 y de 44 años. Todos estamos sobrios todavía, y me reconforta pensar que si las barreras de la edad están desdibujadas ahora, tanto más sucederá conforme nuestro cerebro y las horas avancen hacia nuevos estados de conciencia.

Me cruzo con una pareja arrugada, un hombre y una mujer de unos cincuenta y pico años. Van vestidos de forma muy llamativa y “festivalera”, pero los surcos de su piel y la extrema delgadez les dibujan como supervivientes, como ex yonquis, como rara avis en un espacio donde no se presupone heterogeneidad alguna. ¿Por qué venimos aquí pasados los 40 cuando nuestros coetáneos están en su urbanización, con sus hijos y su aire acondicionado? ¿Cuál es nuestro lugar en el mundo? ¿Todos, algunos o ninguno?

Ramiro e, fotógrafo, me dice: “Yo he venido a trabajar, estoy haciendo fotos ¿Pero sabes qué? Vendría sólo por gusto”. Tiene más de 40 años, sí. Antonio Gil, de 42, es periodista de informativos de fin de semana, por lo que nunca ha podido ir ni a ningún Sonar ni a ningún otro festival: “He venido a vivir la experiencia. A mí la música electrónica me gusta mucho, e imagino que iré a más festivales a partir de ahora”.

A la izquierda, el fotógrafo Ramiro E. A la derecha, el periodista Antonio Gil
A la izquierda, el fotógrafo Ramiro E. A la derecha, el periodista Antonio Gil

Hace un calor de sauna gay chusca de ciudad pequeña (aunque nunca he estado en una sauna gay); un calor indigno, húmedo y salvaje que cubre de brillo las pieles jóvenes, pero de sudor las más trabajadas. Nos arremolinamos bajo la sombra de los toldos y el frescor de los escenarios cerrados. La gente lleva poca ropa, aunque hay looks demasiado estudiados. La tendencia es cambiarse -no me explico donde la guardan- antes de abandonar el recinto del Sonar Día. Veo mucho top de crochet, mucha purpurina y maquillaje de brilli-brilli; camisas y camisetas extra largas; shorts y faldas… y todo en chicos y chicas indistintamente. Los guiris y los jóvenes son los que más arriesgan. Hay señores que parecen teletransportados del típico bar Manolo de barrio, de esos bares con viejos con palillo en la boca, de esos que se llaman “Bar Los Amigos”, de esos que hay en cada esquina española.

"Hay señores que parecen teletransportados del típico bar Manolo de barrio, de esos bares con viejos con palillo en la boca"

Pidiendo en una barra conozco a Dani, de Santander, que tiene 41 años y es percusionista. Me cuenta que ha venido a ver a Nicolas Jaar, y ya de paso, todo lo demás. (“A pasarme la fiesta”, dice él) Le pregunto si en cinco años se ve de nuevo en el Sónar y, rotundo, me responde: “por supuesto”.

Sonia Martí tiene 42 años, es guionista y es su sexto Sónar. Ha venido pronto “para ver a todas las chicas que actuaban a las dos de la tarde”. Me confiesa: “Me considero joven, pero me noto mayor”.

Algunas marcas lideradas por gente de más de cincuenta años han puesto stands con actividades y estética proyectada por gente que nunca iría al Sónar por gusto. Son propuestas cutres, evidentes, vacías, comerciales y sin mucho sentido. Contrastan estrepitosamente con el aire vanguardista de los asistentes y artistas, que en líneas generales asumen la innovación de forma muy orgánica y natural. Por supuesto hay impostura, patinazos, cosas sin credibilidad… pero son hechos puntuales. Como este pobre hombre que a las ocho de la tarde ya está totalmente destruido… Y sí, aseguraría que tiene más de 40.

Suzanne Ciani, una señora añosa que maneja los cables de un sintetizador, congrega bocas abiertas y pupilas clavadas entre el público. Hay jóvenes, hay mayores y hay quien porta un bebé con sus correspondientes cascos insonorizantes. Unas 15 personas entran juntas en un baño portátil. Por un momento en lugar del Sónar, esto parece Qué apostamos. Me llama la atención que la gente no baila. ¡Nadie baila! Solo se contonean rítmicamente adelante y atrás, con un leve y poco elegante movimiento de cuello.

Los bailes son para el Sónar noche, cuando actúan los pesos pesados, cuando las trampas hacen su efecto y cuando todos los gatos son pardos. Ahí los mayores parecen igualmente humanos, igualmente ciegos… Pero es en los días sucesivos donde el espécimen más adulto desaparece de la vida pública, y me atrevería a decir que también de la privada: las resacas -demoledoras, luciferinas, tremendas- son prácticamente la única diferencia entre un joven y un adulto en el Sónar.

Mi conclusión es que es difícil hacer el ridículo simplemente por ser mayor; porque, afortunadamente, las nuevas generaciones no juzgan, no critican, como tal vez sí hacíamos nosotros a su edad. Ahora bien, se puede hacer el ridículo por mil cosas más. De eso no nos libramos.

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