Insomnes y estresados
Esteban Benito vivió durante años en el campo, pero junto a una vía de tren. No le molestaba demasiado el runrún constante. Ni siquiera por la noche. Cuando se mudó al centro de Madrid, en 1999, todo cambió. Ahora vive en Chueca, rodeado de bares, y ya nunca logra dormir más de cuatro o cinco horas. Es el portavoz de la Coordinadora de Asociaciones de Vecinos Madrid Centro. “El cerebro se acostumbra al ruido del tráfico o del tren porque tiene una cadencia constante, mientras que el ocio nocturno es un sobresalto continuo”, explica. “Son sonidos muy violentos: una persona suelta un grito, otro tira una botella…”.
Francisco Simón, físico e investigador del CSIC, coincide: “El ruido que genera el ocio nocturno es menos predecible. El tren sabes que va a pasar y cómo suena, tienes una cierta sensación de control”. El físico explica la importancia que tiene también la predisposición psicológica: “Cuando asociamos un sonido a algo negativo, nos ponemos de uñas y podemos llegar a obsesionarnos con él y detectarlo incluso cuando es más bajo que el ruido que existe alrededor”.
El ocio es uno de los ruidos que más molesta a los ciudadanos y el que genera mayor número de quejas, pero no es el mayor foco de contaminación acústica. Según el estudio Ruido, tráfico y salud del Instituto de Salud Carlos III, el 80% del ruido en las ciudades procede de una fuente: el tráfico rodado. Es decir, coches, camiones, furgonetas, autobuses, motocicletas... Otro 10% proviene de la industria; el 6%, de los ferrocarriles, y el 4%, de las actividades de ocio. Los últimos datos de la Comisión Europea, hechos públicos el pasado 25 de abril, inciden en que el tráfico es la principal fuente de contaminación acústica tanto en España como en Europa, donde se calcula que 100 millones de personas están sometidas a niveles de riesgo, 12 de millones de ellas en España.
Las batallas ciudadanas sobre el ruido tienden a enconarse. A un lado suele haber un afectado que no puede más y al otro, un negocio. Muchos sufridores del ruido se describen como David frente Goliat. Desde hace 13 años, los vecinos de Santo Domingo, en el municipio madrileño de Algete, pelean contra AENA en un pleito que ha llegado al Tribunal Supremo. Los días que sopla viento sur (el 14% del total del año), las rutas habituales cambian y por encima de la bonita urbanización de chalés, en la que viven 5.000 personas, no paran de pasar aviones camino al aeropuerto de Barajas. Cada tres minutos, uno. Es imposible no mirar al cielo cada tanto (“Ahí viene otro”). Después de un rato, es imposible pensar en otra cosa.
El chalé con jardín y piscina en el que Jaime del Barrio y Almudena Cabello crían a sus cuatro hijos es una elegante isla de paz. Se oyen pájaros y el viento. De repente pasa un avión a unos 300 metros de altura. “El ruido es como una bofetada”, dice Del Barrio. “AENA nos agrede cada tres minutos. Cuando hay sobrevuelos no se puede trabajar en casa, los niños no se concentran para hacer los deberes y estar en el jardín o la piscina es estresante. Es como si nos hubiesen inundado para hacer un pantano, porque nadie vio que aquí había un pueblo. Y así vivimos, con el agua al cuello”.
Los decibelios son la unidad en que se mide lo alto o bajo que es el volumen de un sonido. Los márgenes de la escala que se suelen manejar van aproximadamente de 0 a 130. El informe Ruido y salud de 2012 de Gaes y DKV valora algunos ejemplos: el mascar de un chicle emite unos 40 decibelios, una conversación sosegada llegaría a los 60, y con más de 65 hay un ruido de fondo incómodo para charlar. Entre 85 y 90 decibelios (un túnel de limpieza de coches) se considera que un sonido es molesto y hay peligro de lesión auditiva si la exposición es prolongada. De 100 a 120 (el claxon de un autobús o un martillo neumático) la sensación puede ser insoportable. Y a 130 –el disparo de un arma de fuego o estar a 10 metros de un avión despegando– los oídos duelen y se puede romper el tímpano.
El ruido no es solo una percepción subjetiva. Más allá de unos límites razonables, tiene consecuencias negativas en el organismo, nos moleste o no. Si una persona acude cada noche a una discoteca con música que supera los 110 decibelios, está perjudicando su salud aunque se encuentre a gusto.
La inmensa mayoría de las personas que se acercan por la Asociación de Vecinos de Chueca lo hace por problemas de sueño. “Esto es un non-stop”, asegura su presidente, Benito. “Primero abren los bares, hasta las tres de la madrugada; luego siguen las discotecas. Acto seguido empieza la limpieza. Y después llegan las furgonetas con la descarga de suministros. Por no hablar de los after… Es una locura”.
“El ruido excesivo perjudica seriamente la salud e interfiere en las actividades diarias de las personas en la escuela, en el trabajo, en casa y durante su tiempo de ocio”, afirma de forma contundente la OMS. “El ruido del tráfico, por sí solo, daña la salud de casi una de cada tres personas en Europa. Y uno de cada cinco europeos está expuesto de manera regular a niveles sonoros nocturnos que pueden perjudicar su salud de forma significativa”.
La contaminación acústica puede provocar por un lado pérdida de audición y enfermedades del oído, pero también dolencias no auditivas: molestia e irritabilidad, alteraciones del sueño (uno de los más importantes), estrés (con sus posibles consecuencias cardiovasculares, cerebrovasculares, neurológicas o respiratorias), dificultad para aprender, ansiedad y otros problemas psiquiátricos, vértigos y náuseas… El informe del Instituto de Salud Carlos III Efectos del ruido urbano sobre la salud (2016) afirmaba que el ruido diurno en Madrid incide en los ingresos hospitalarios por urgencias y por enfermedad de Parkinson y demencia. El nocturno, en una mayor mortalidad por causas circulatorias. En el caso de los mayores de 65 años, el ruido provoca además, según el estudio, una mayor mortalidad por neumonía, enfermedad pulmonar obstructiva crónica, enfermedad cerebrovascular y diabetes.
Karmele Herranz es psicóloga ambiental y analiza para el centro tecnológico Tecnalia (Bizkaia) los efectos del ruido en la población. Uno de sus estudios lo desarrolló en un colegio situado junto a un aeropuerto y una carretera. “El desgaste en los profesores era brutal, tenían que desarrollar estrategias para captar la atención de los niños de nuevo cada vez que pasaba un avión”, explica. “Con tantas interrupciones era más difícil que los chavales adquirieran una serie de aprendizajes”.
“El ruido es uno de los principales estresores en el medio urbano”, asegura. “Provoca interferencias en la comunicación e impide desarrollar de forma correcta tareas que requieren una alta concentración. El estrés, además, desgasta, puede debilitar el sistema inmunológico y provocar reacciones más agresivas en la gente. Es difícil que nos relajemos cuando salimos del trabajo si seguimos rodeados de ruido”.
Pero las soluciones al problema no son sencillas. Pasan, al menos, por tres puntos: las políticas públicas, el diseño acústico y la educación.