Sin salida
La única salida de emergencia es la que llevamos dentro
Éramos como dos samuráis ofreciéndonos el cuello el uno al otro, por ver quién cortaba primero. Yo no tenía 20 y él, entonces, 40. Le debía respeto, era mi padre, pero hacía rato que yo no usaba esas convenciones. Era verano, yo estaba en el pueblo en el que nací, y no sé por qué discutimos aquel día. Nunca gritábamos, solo nos mirábamos de un modo en que yo jamás he mirado a nadie y él, supongo, solo a gente a la que ha querido matar. Lo dejé de pie en la cocina, tomé las llaves del auto, me subí y di marcha atrás para sacarlo del garaje chirriando, como en una mala película. Era un Torino, un auto de fabricación nacional, una bestia repleta de motor y caballos de fuerzas. Salí de la ciudad rumbo a la ruta, sin plan. Solo quería hacer algo, mover algo en el mundo. Escuchaba a todo volumen a Los Redonditos de Ricota, una banda que era mi Biblia, cuando se reventó un neumático. Venía un camión de frente. Frené como me había enseñado mi padre —mi padre— con la palanca de cambios, y terminé en la banquina, a metros de un canal. Usaba —uno no olvida esas cosas— un vestido floreado y alpargatas. Bajé. Me obligué a detener el beat de mi corazón. Abrí el baúl, saqué las balizas, la llave cruz, el gato, la rueda de auxilio. Unos nenes que estaban pescando se acercaron a ayudarme. Les dije que no hacía falta. Cambié el neumático, ajusté las tuercas, quité el gato, volví a ajustar las tuercas un poco más. Todavía con el recuerdo del auto removiéndose como un pez demasiado grande fuera de control, subí, lo puse en marcha, volví a la ruta. Y regresé a mi pueblo, despacio. “La ciudad siempre es la misma —decía Kavafis—. Otra no busques / —no la hay—, / ni caminos ni barco para ti. / La vida que aquí perdiste / la has destruido en toda la tierra”. La única salida de emergencia es la que llevamos dentro. Al menos, lo aprendí temprano.
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