El rincón donde los caballos cuidan a los niños y los niños a los caballos
Un centro de terapia equina para personas con discapacidad ofrece a pequeños guatemaltecos una vía hacia la independencia personal
Recostado a lomos de Posha, una cuarto de milla de 14 años, Dominique esboza una sonrisa menuda. Apenas un quiebro en las comisuras de sus labios gruesos. Pero ahí está. El regalo por el que sus padres, Mario y Martiza, se levantan cada mañana. “Nuestro sueño es que un día pueda llegar a caminar”. Por el momento, Dominique todavía no camina. Pero está aprendiendo a soñar. A lomos de Posha.
“Gracias decile”, le invita su padre, mientras sostiene al pequeño Dominique en brazos. Éste, cada semana un poco más grande para flagelo de la espalda de Mario, extiende su brazo hacia el hocico de la yegua. Su padre le toma la mano, laxa, y le ayuda a acariciar a Posha. Como si entendiese las palabras que Dominique dibuja con los dedos, el animal abre la boca y mastica la manzana que le ofrece. Es su forma de decirse gracias. Mutuamente. Porque en este establo los caballos cuidan a los niños y los niños cuidan a los caballos.
Hace 12 años que Clarissa Herrera, la mujer que mira el mundo tras arrancarle la montura, fundó este lugar aprovechando las instalaciones ecuestres que el Ejército de Guatemala apenas utilizaba: una ristra de caballerizas de paredes desconchadas junto a las ruinas de lo que un día fue la Casa de la Moneda, allí donde se puso nombre a la moneda nacional, el quetzal. Una década y decena de caballos después, las cuadras lucen hoy limpias y acogedoras, aunque desde hace unas semanas el programa de equinoterapia se ha desplazado a los establos del Hipódromo del Sur.
Al proyecto llegan caballos de todo el país. Algunos con problemas de peso, otros con lesiones. Hay también caballos a los que nadie quiere ya. El equipo de Clarissa, con su hijo Juan Pablo a la cabeza, se encarga de ellos. Los alimentan con heno, les dan vitaminas y los desparasitan. Pero sobre todo les ofrecen cariño. Y “un poco de azúcar y panela. Les encanta”, confiesa el menor de los Herrera.
Es entonces cuando Pitufa, Posha, La Noche, Dakota, Blancanieves y Chato conocen a los chicos. A Josué, a Dominique y a Selvin. Y a los demás jóvenes con discapacidad que acuden a la terapia equina para mejorar sus habilidades psicomotrices. “El contacto con animales vivos”, entendido como un tratamiento complementario, ayuda a estos niños a fortalecerse físicamente y a abrirse a los demás: “El cerebro capta los movimientos que el caballo le transmite y lo está grabando. Le transmite su patrón fisiológico”, explica Clarissa. Al paso, los animales trasladan “entre 90 y 110 impulsos por minuto, pero cuando van al trote alcanzan entre 120 y 140 impulsos. Por eso, se percibe más la mejoría de los chicos cuando empiezan a usar los caballos al trote”.
“Ha sido un avance”, reconoce Mario, quien no ha dejado de acudir un solo sábado a las sesiones de equinoterapia junto a su esposa y a su otra hija. El pequeño Dominique, el más pillo de los chicos que curan a los caballos, sufrió una enfermedad no diagnosticada al nacer. “Pasó cinco meses hospitalizado, lo operaron de una hernia, pero luego le dio neumonía y reflujo. Tuvo daño en el corazón”, relata su madre, una mujer de sonrisa tan amplia que escampa las tormentas por sus hijos. Con ayuda de su familia, los Telon llevan a Dominique a fisioterapia y a natación con la esperanza de que un día pueda moverse por sí mismo. Pero es solo junto a Posha cuando Dominique parece ser feliz. Con su manta favorita, la del mono, sobre el lomo de la yegua, el pequeño se queda dormido mientras Posha avanza al paso. “Así se trabajan los órganos internos, la columna, las vértebras y el cuello”, apunta Clarissa.
Pero para que pueda andar, Dominique debe trabajar la pelvis y la coordinación. Un ejercicio sencillo, “el avión”, le ayuda a ello: subida junto a él, en monta gemela, Clarissa le estira los brazos, mientras su padre camina en paralelo sosteniendo los aros que el pequeño trata de agarrar. “Esta es una terapia familiar, es fundamental involucrar a los padres”, subraya la entrenadora sin dejar de ejercitar los músculos del menor.
A medida que avanza la mañana, el corredor que se abre junto al pádoc, un espacio rectangular de arena a un lado de las caballerizas, se va llenando de familias. Los Morales son los últimos en llegar. Cada semana desde hace seis meses recorren las tres horas que si la suerte del tráfico lo permiten separan la localidad de Zacapa de la capital. “El tiempo que tenemos es para él”, asegura su padre, Maykar, transportista de profesión.
A Selvin Morales, camiseta verde y un casco de Spiderman con el superpoder de ganarle días a la vida, le diagnosticaron una ataxia severa. Le costaba moverse, “no hablaba bien”, “se caía”, rememora su progenitor, quien un día escuchó hablar del centro de equinoterapia y no dudó en traer a Selvin a la capital. “Lo cierto es que ya no le duele tanto el corazón”, subraya Maykar: desde hace unos meses ni siquiera tienen que detenerse en el camino desde Zacapa.
“Si no haces 30 aviones no hay cajita feliz”, se escucha desde detrás de la valla. A Selvin, incapaz de dejar de hablar, se le escapa una sonrisa entre sus dientes de Ratoncito Pérez. “Le encanta el McDonald's”, confiesa su madre, Amanda. A su lado, un joven con la mirada curiosa de Selvin grabada en unos ojos inmensamente azules tampoco oculta su sonrisa. Es su hermano. Su otra mitad en muchas de las terapias. “Su hermano sale a nadar con él. Se ha apuntado a clases para ayudarle”, subraya Amanda, tan orgullosa del que lucha como del que enseña a luchar. “Queremos que un día se valga por sí mismo”. Y esa es una batalla familiar.
A unos metros, Juan Pablo Herrera continúa trabajando con uno de los chicos. El de Josué es uno de los casos más difíciles. El pequeño sufre autismo y le “cuesta abrirse”. Solo se fía de Juan Pablo. Y de Pitufa, la más anciana de las yeguas de la escuela. Sentado de espaldas, “para ganar confianza”, Josué se deja llevar por el animal. Es un paseo corto, al paso, pero con los músculos en tensión. “Está aprendiendo a medir el peligro”, explica Clarissa. A continuación, el animal comienza los ejercicios de zigzag. Ahora Josué va a medir su equilibrio.
Del otro lado del cerco de madera, Luis Lorenzo, no pierde ojo a los progresos de su hijo. No lo hace desde hace un año. Sentando en una silla que parece siempre la misma, cada sábado es testigo de los pequeños cambios que acercan a Josué a la independencia personal. “Es una satisfacción verle avanzar. Tiene mucha energía”.
Apenas un 10% de las personas con discapacidad concluye la educación primaria y solo un 1,5% se licencia en la universidad
Al bajarse de la yegua, Josué se agarra de la mano de su padre y esconde su mirada de avellana en sus brazos. A Josué no le gusta mirar al mundo a los ojos. Pero mientras camina hacia el coche, se vuelve un instante hacia el pádoc. Es solo un quiebro de las comisuras. Una sonrisa menuda. Una manera de agradecer a los caballos por salvarlo un poco cada día.
Los olvidados de un país sin educación para todos
En Guatemala, alrededor del 26% de los menores de entre siete y 14 años no acuden a la escuela. Más de 657.000, según las cifras que maneja Unicef. Aunque actualmente nueve de cada 10 menores ingresan a la primaria, frente a los seis que lo hacían hace 25 años, solo siete de ellos concluyen el sexto grado y apenas un 24% completa su formación de diversificado (Bachillerato). El resultado es que en el país centroamericano, alrededor de 800.000 jóvenes en Guatemala ni estudian ni trabajan.
Una realidad que se multiplica el caso de las personas con discapacidad. Para ellos ni siquiera hay estadísticas. Según las proyecciones de organismos internacionales, Guatemala tiene más de dos millones de personas con discapacidad, pero hasta que en 2017 concluya la realización de una encuesta sobre la realidad de este colectivo nadie sabe a ciencia cierta cuántas personas necesitan asistencia especial en el país. No obstante, según los datos preeliminares que maneja el Consejo Nacional para la Atención de las Personas con Discapacidad (Conadi) alrededor de un 7-8% de la población guatemalteca sufre algún tipo de discapacidad.
Desde 2008, existe en el país una dirección general de Educación Especial que ofrece una formación adaptada a las necesidades de este colectivo, pero lo cierto es que apenas un porcentaje minúsculo de familias es consciente de la existencia de estos cursos. La mayoría viven en “zonas rurales y desconocen los programas”, explica el director del Conadi, Sebastián Toledo. De hecho, se estima que apenas un 10% de las personas con discapacidad concluye la educación primaria y solo un 1,5% se licencia en la universidad.
Las familias más acomodadas acuden a iniciativas privadas, como el colegio de educación especial Palestra, en la capital del país, donde una veintena de alumnos de entre 10 y 67 años con capacidades especiales reciben un programa de formación que abarca desde conocimientos matemáticos y de lenguaje a recomendaciones nutricionales y actividades artísticas. El problema, continúa Toledo, se concentra en las comunidades con menos recursos, pues sin una atención especializada muchos de estos menores con discapacidad quedan sometidos al “olvido” de una sociedad que termina por darles la espalda.
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