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Con frecuentes elipsis narrativas y segundas lecturas, el final de 'Mad men' no desentona con el resto de la serie y se convierte en una inteligente broma entre el creador y su audiencia. Don Draper, infeliz por suplantar a otra persona toda su vida, defenestrado en su profesión, huye de sí mismo. Para resurgir de las cenizas hay que tocar fondo, y Don abraza la paz en una comuna hippie. Su aparente fragilidad al practicar yoga, en la postura del loto, choca con una inesperada sonrisa de ganador que la cámara recoge en primer plano. Para a continuación, y sin mayor explicación, rematar con el anuncio más famoso de la historia, el de Coca Cola. Don se reinventa a su modo, esto es, aprovechándose de esa América naíf de los años 70 que aún cree en el cambio, ése del que siempre ha huido. Con la marca con la que siempre soñó, para la que posó su mujer Betty resplandeciente: el monolito de Don. Crea el anuncio perfecto y es feliz. Por fin, es feliz. Porque de eso trata la publicidad: de vender felicidad (aunque sea falsa).
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