La Turritopsis nutricula, un hidrozoo de apenas medio centímetro, tiene una característica que la hace única entre todas las criaturas del reino animal: es biológicamente inmortal. De una forma que los científicos aún no han logrado comprender, esta medusa no muere tras alcanzar su estado adulto, sino que sus células rejuvenecen y puede repetir su ciclo vital volviendo al estado de pólipo, algo así como si una mariposa pudiese volver a convertirse en oruga, una rana en renacuajo o un señor de cincuenta y siete años en un chaval de dieciséis. Teóricamente, este ciclo puede repetirse indefinidamente, lo que la haría biológicamente inmortal. Salvo que se la coman los peces.
La inmortalidad biológica parece ser un privilegio exclusivo de las medusas, pero otros seres vivos han alcanzado edades muy respetables. Yo firmaría ahora mismo por llegar a la edad que tienen algunas esponjas de aguas antárticas: la de un ejemplar gigante de la especie Scolymastra joubini hallado en el mar de Ross fue estimada en diez mil años, lo que la convertiría en el ser vivo más viejo conocido.
Entre los animales más longevos que se conocen está la japonesa Hanako, una carpa dorada (Carassius auratus) que falleció a la edad de doscientos quince años En abril de 2013, murió en el zoo de Guiza, en El Cairo (Egipto), una tortuga de doscientos setenta años años que ya era adulta cuando Napoleón Bonaparte invadió Egipto en el siglo XVIII. Otro quelonio, Tu'i Malila, la tortuga de Madagascar (Geochelone radiata) que el capitán Cook le regaló en 1777 al rey de Tonga, falleció por causas naturales el 19 de mayo de 1965, con cerca de ciento noventa años; en 1953 conoció a la reina Isabel II, otro ejemplo de longevidad, como bien sabe el príncipe Carlos. Algunas plantas parecen regadas con agua de la fuente de la eterna juventud: Matusalén, una conífera de la especie Pinus aristata que aún vive en el Monte Whitney(California, EE UU) ha sido datado en cuatro mil ochocientos años.
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