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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Políticos y tribunales

Generalitat y Gobierno no deben politizar la justicia ni judicializar la política

Francesc Homs charla con la ministra de Defensa, María Dolores de Cospedal.
Francesc Homs charla con la ministra de Defensa, María Dolores de Cospedal.J.J.Guillén (EFE)

El Tribunal Supremo concluyó ayer la instrucción del caso del hoy diputado Francesc Homs hallando en su actuación indicios de delitos de desobediencia y prevaricación. Los hechos ocurrieron cuando, como consejero de la Generalitat presidida por el también procesado Artur Mas, organizó una consulta plebiscitaria el 9-N de 2014 desobedeciendo al Tribunal Constitucional (TC) de manera “abierta, obstinada y pertinaz”, según el Supremo.

El paso judicial es coherente con el emprendido por el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña contra Mas, cuyo juicio empezará en febrero por iguales motivos. Aunque se trate de un trámite más resonante por ser el nuevo procesado un aforado. Jurídicamente, si la desobediencia de Mas y Homs es obvia, no lo es tanto que su actuación el 9-N encaje en el perfil de un tipo delictivo. No toda ilegalidad resulta penalmente punible por constituir delito. Puede ser sancionable como mera falta.

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Bastante jurisprudencia avalaría esta última consideración, al haber faltado el requisito formal —una mera cautela, pero muy garantista— de un apremio personalizado y directo a cumplir del mandato del TC. Y habiendo sentencias contradictorias en casos equiparables, el sistema penal garantiza que la duda debe beneficiar al reo.

Sea cual sea la resolución judicial, este asunto, como el de Mas, se erige en su versión política como paradigma de la judicialización de la política. Tal concepto no debe aplicarse contra cualquier recurso a la justicia por un litigio político. El Estado de derecho se basa en la división de poderes y en el control final del legislativo y el ejecutivo por el judicial. En la primacía del principio de legalidad y el sometimiento de todos a la justicia. Por eso, perseguir el posible delito de un gobernante ante los tribunales es necesario. Y recurrir al TC por invasión de competencias o por conculcar la Constitución es legítimo: el tribunal acumula 26 recursos de la Generalitat por tal concepto, frente a 16 elevados por el Gobierno central. Pondérese bien lo que constituye apelación legítima a la justicia y lo que supone una judicialización abusiva. O una politización de la justicia.

Cae en ella el secesionismo cuando deslegitima a un tribunal (sobre todo, al TC) si dicta resoluciones que le contrarían, y las aplaude si le favorecen; o cuando organiza desplantes masivos ante sedes judiciales. Y ha incurrido en ella el Gobierno central al elevar a los tribunales litigios políticos resolubles con actuaciones políticas; al hacerlo automáticamente, sin agotar otras vías; al endurecer abusivamente las normas aprovechando la (pasada) mayoría absoluta.

Vuelva cada actividad a su lugar natural, y actívese el diálogo leal (nunca como operación táctica). Conviene a la sociedad catalana, en búsqueda de un autogobierno firme y sereno y en rechazo creciente del secesionismo, como revela la última encuesta de la Generalitat. Y que nadie caiga en la tentación de torcer su voluntad y forzar los ritmos de un referéndum planteado como ultimátum (si no pactado será unilateral e ilegal) ahíto de lagunas democráticas. El president, Carles Puigdemont, no debe caer en deslegitimar políticamente al poder judicial, pilar de la democracia incluso si se equivoca. No debe ser prisionero de las urgencias de la antisistema CUP, disonantes de la mayoría social catalana.

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