Ellos también son los protagonistas
¿Cómo vive un grupo de voluntarios andaluces la experiencia de ir a trabajar con desconocidos en India, a 8.000 kilómetros de su tierra?
Por supuesto, las protagonistas de la historia son unas preciosas chicas sordas vestidas de un elegante burdeos con unas trenzas cogidas con lazos a los dos lados de la cabeza y una sonrisa que supera la expresividad común. Está claro que los protagonistas son los niños tan pequeños, ciegos, abandonados y recogidos en una clase, que limpios y aseados entonan una sobrecogedora canción en la que dicen que no están solos. Entre ellos, destaca una albina, con sus manos blancas sobre un libro de braille, que intenta hacer una mueca de simpatía al terminar los compases en un gesto que no termina de ser pleno... El protagonismo es de unos menores con sida que viven en un orfanato y bailan despreocupados y hasta la saciedad a las puertas del centro.
Lo son, sin duda, los enjutos menores con parálisis cerebral que hacen sus ejercicios psicomotrices y de estimulación sobre unos vaqueros cortados atados con unas cuerdas a modo de tirantes colgadas desde una estructura en un invento que les permite ejercitar sus atrofiados músculos. Son las protagonistas las casi bebés solas de las castas más bajas, repudiadas por la familia, que solo las nombran con el mote de su deficiencia: coja, manca, sorda, tuerta... y se entretienen juntas durante un rato con globos de colores. Y son las viudas, malditas, culpables de la muerte del marido, que tras ser acogidas, cosen abalorios de comercio justo que nunca se pondrían por su diseño, pero que fabrican complacidas para la gente de occidente.
Lo son las mujeres salvadas en el hospital tras intentar suicidarse con insecticida por no poder pagar la dote que les corresponde; o los hombres rescatados que se autolesionan para morir por no alcanzar a sufragar una búfala. También aquellas que se acercan solas, tambaleándose, hasta urgencias, con dos gramos de hemoglobina en la sangre, 10 menos de los que la Organización Mundial de la Salud establece como límite de anemia. O la solitaria niña que se asoma tras una mascarilla verde de papel para no contagiar la tuberculosis a los demás.
El protagonismo es de las familias de un poblado desconectado que se reúnen en un aula construida frente a una carretera de arena para hablar de su comunidad, donde también se imparte refuerzo escolar a los niños que llegan tarde a sus clases oficiales por la lejanía de sus chozas; donde las mujeres tratan los temas que les fortalecen; y donde celebran ceremonias y encuentros sin mojarse por la lluvia, deshidratarse bajo el sol, o estar pendientes de que un amenazante escorpión o una serpiente les ataque sin piedad.
Ellos son los actores principales de una historia que gestiona desde hace 47 años la Fundación Vicente Ferrer en el estado de Andhra Pradesh en la India, como las millones de historias que surgen de la labor de estas entidades alrededor del mundo. Unos relatos que sin embargo no se escribirían sin el compromiso de infinidad de colaboradores anónimos. En esta ocasión, surge la fuerza, la energía y la empatía de un grupo de andaluces, que igualmente podrían haber sido de otros millones de lugares del mundo, que han viajado durante una semana a la India para conocer los proyectos de sus queridos desconocidos a 8.000 kilómetros.
Han puesto rostro, lágrima y sonrisa a las personas que priorizan en sus ajetreadas vidas cotidianas, a las que entregan su tiempo y su dinero, prescindiendo de otros intereses personales, sociales o laborales que se presuponen indispensables. Compaginan los estreses, las ansiedades, las preocupaciones, las características respiraciones a medio pulmón de los occidentales, sus apretados calendarios semanales de tareas, y los problemas de casa, con buscar ratitos y ganas para encontrar algo de financiación o sensibilización con una causa que pese a la lejanía les afecta.
¿Cuánto entrenar para que unos ingenieros de Utrera crucen a nado el Estrecho para conseguir fondos? ¿Cómo lograr que una profesora de Almería mueva y promueva un proyecto para fortalecer a las mujeres de un poblado de nombre impronunciable? ¿Cómo motivar a una madre, empresaria algecireña y a su marido, de Salvamento Marítimo, a desvivirse por cargar en sus maletas más de 100 kilos de equipaje para quien pueda ser útil? ¿Por qué ceder unas instalaciones privadas en la sierra de Cádiz para hacer actividades y seguir recaudando? ¿Cuánto interés en ellos para viajar sola a los 60 años, con parkinson y problemas de respiración? ¿Cuándo gestionar un proyecto para llenar un autobús ambulante de libros que circule por esas aldeas? ¿Con qué fuerza un director gerente de una fundación organiza retos deportivos personales para esta lucha? ¿Cuándo sacar tiempo de clases para hacer a los alumnos conscientes de otras realidades paralelas? ¿Cuánto empeño poner para organizar un mercadillo allá donde sea posible?
No estaba previsto que ellos fueran los protagonistas de esta historia, pero acaban siéndolo. Están detrás haciéndose miles y miles de fotos, llorando, riendo, saltando, cantando, abrazando y bailando, envueltos en flores y hojas que quitan el mal de ojos y estrechando miles de manos, con sida, con tuberculosis, con anemia, heridas o fortalecidas. Donando su sangre. Amadrinando y apadrinando menores, redimensionando realidades, compungidos y satisfechos, agradecidos por tener la oportunidad de mirar frente a frente a los magnéticos ojos de sus queridos desconocidos en esta historia a la que se suman como coprotagonistas sin nombres, ni apellidos, ni marcas, ni instituciones, ni grandes empresas.
Vuelven a Andalucía con el férreo compromiso de completar sus agendas de ideas y acciones que continúen financiando y difundiendo las realidades de sus queridos coprotagonistas. Pero ninguno de ellos debería de serlo según esta historia narrada si se erradicaran aspectos ominosos de algunas religiones, si se fulminaran resquicios de privilegio y opresión de determinadas tradiciones y si, definitivamente, los gobernantes mundiales ejercieran la justicia bajo la premisa de que todos los seres humanos tienen los mismos derechos. Un axioma que, sin embargo, comprende gente anónima distanciada a 8.000 kilómetros pero que siente la humanidad a milímetros de su piel.
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