_
_
_
_
Tentaciones

Esto es lo que descubrí después de una semana saliendo solo (Parte I)

Barras en las que acodarse de forma sexy, porteros que te dejan pasar gratis por ser el primero y seres atroces que intentan conversar. Así es salir de bares en soledad

El domingo 20 de noviembre fui a tomar un café y me sirvieron una carta. Según el camarero, la había dejado allí una chica muy guapa con instrucciones de que me la dieran. No me sorprendió porque yo había hecho lo mismo un par de días antes, en otro bar y con otra carta. En ella podía leerse una leprosería de metáforas que desangraban cursiladas para decirle a esta chica, con la que venía manteniendo un idilio de románticos tira y aflojas durante los últimos meses, que le hacía un poco lo del querer. En su respuesta, ella confesaba que más o menos también, pero descartaba que pudiéramos ir más lejos por respeto a su novio. Sí, me había olvidado de comentarlo pero lo tiene. Novio, digo. Y esto, claro, afea las cosas.

Pasé una noche tétrica, como es normal. Apenas pude dormir, y al día siguiente seguía rumiando calamidades. Tenía clase en la universidad, pero me pareció prudente no ir. Este tipo de agravios me estrangulan el corazón con una mano de hielo, impidiéndome pensar con claridad. Tampoco era capaz de recluirme en casa. Necesitaba distracciones, actividad, y me fui al cine. A la salida, pensé en llamar a algún amigo para tomar algo, pero:

a) No me apetecía fingir que me encontraba bien, y

b) No me apetecía compartir la experiencia de mi apocalipsis sentimental.

La compañía no es siempre el mejor acierto.
La compañía no es siempre el mejor acierto.

Como seguía presa de ese anhelo histérico de distracciones, me metí en un bar casi instintivamente. El anhelo no desaparecería tras el segundo bar ni tras el tercero; tampoco tras el segundo ni el tercer día consecutivo refugiándome en tugurios. Yo entonces no lo sabía, pero esa llamada primitiva que sentí al digerir mi derrota en soledad daría inicio a una semana de autodescubrimiento dantesco.

Lunes

Vivo al lado de Santiago de Compostela, una de las mejores ciudades para salir. Esto va por gustos, claro, pero me va ese rollo familiar que fluye en todo lo pequeño, ya sean bares o ciudades. Los primeros sitios a los que fui el lunes eran sitios de tapa, los típicos a los que vas para ir cenado. La cosa empezó a ponerse seria cuando las horas pasaron y ya no podía fingir que mi aparición solitaria venía motivada por el noble propósito de alimentarme, sino que estaba allí únicamente para emborracharme.

“Hubo varios seres atroces que intentaron conversar conmigo en un tono alentador. Me refiero a individuos brutales encharcados en sudor”

No sé por qué, pero yo pensaba que para beber solo con dignidad debías tener muchísimo o poquísimo dinero, nada de grados medios. Una sofisticada baronesa puede saborear su Martini con delicadeza, e incluso hacer algún erótico juego lingual con la aceituna desde la esquina de un club de jazz sin que nos resulte sorprendente, y un mendigo ratero siempre se ganará nuestra simpatía cuando lo veamos financiarse las curdas con las moneditas que recolecta entre la milenaria roca que viste los bares de Compostela. Yo estoy mucho más cerca del mendigo apestoso que de la señora de la aceituna, no nos vamos a engañar, pero no llego a tanto, por lo que me sentía vulnerable, “observado”.

Para aliviar el trance, le confesé este miedo a la camarera de La Cueva, un bar del casco histórico, y me dijo que no me preocupara, que a nadie le importaba eso. Al principio sonaba consoladora, pero poco a poco fue adoptando un tono que me pareció francamente heridor, como si equiparara mi preocupación con el delirio narcisista de un adolescente que se cree el centro de atención mundial.

Le dije:

—Yo no me creo el centro de atención mundial.

Y ella me dijo:

—¿De qué signo eres?

Acabáramos. Estaba frente a una de esas obsesas del zodíaco. Yo ya sabía la que se me venía encima, pero aun así contesté que era Leo y acepté gustoso el chaparrón de prejuicios trastornados que su religión le había metido en la cabeza sobre las personas nacidas entre el 23 de julio y el 22 de agosto.

—Ay, el ego de los Leo, “los reyes de la selva”… ¡A nadie le importa que salgas solo, hombre!

Cada palabra que decía sonaba en mi cabeza con una repelencia mayor que la anterior. Decidí marcharme.

Como era mi primera vez saliendo solo, elegí sitios seguros con barras amplias en las que pudiera acodarme sexymente. Se me debía notar atribulado, porque hubo varios seres atroces que intentaron conversar conmigo en un tono alentador. Me refiero a individuos brutales encharcados en sudor que me veían cabizbajo y me eructaban:

—VENGA CHAVAL QUE LA VIDA NO SE ACABA AQUÍ CHAVAL.

Cosas así te hielan el espinazo, claro. Es como si estás teniendo un exceso festivo con tus colegas en fin de año y de repente te cruzas a Belén Esteban del brazo de Ángel Cristo. Mi incursión en el mundo de salir solo pretendía ser meramente turística, pero ese animal de mejillas rubicundas y furiosas que intentaba capturar mi atención llevaba décadas haciéndolo. Yo no quería acabar así.

El peor momento de la noche llegó, paradójicamente, cuando conseguí lo que buscaba: emborracharme. En cuanto me di cuenta de que arrastraba las clásicas dificultades para caminar, pensé: ¿Qué sentido tiene todo esto? Pese a la ebullición universitaria, Santiago no es un lugar especialmente divertido los lunes, así que decidí coger un taxi y marcharme a casa, pensando que a la mañana siguiente estaría mejor.

Martes

Pero no, no lo estaba.

Eso sí, aunque seguía penando irremediablemente por ella, no tenía por qué seguir regodeándome en mi derrotismo. Había más opciones. Entre la depresión y la esperanza suicida, aposté por esta última. La chica y yo estudiamos juntos, así que fui a la facultad convencido de poder atraerla con un speech heroico. Me sentía embaucador y labial y loco. Antes de verla, me miré varias veces al espejo de los baños con intención motivadora, repitiéndome vanidosos eslóganes que la camarera aquella tan desagradable hubiera caricaturizado con un: “vamos, LEO, eres el REY de la SELVA”. Sin embargo, cuando intenté hacer mi magia ella se mostró firme en su postura, y dijo algo parecido a “no” que sonó en realidad como:

 —Nuuuu....

Un eco devastador que me hizo huir. Las flechas del gordezuelo y alado infante habían atravesado todo mi cuerpo, pero estaban llenas de veneno, y dejaban heridas por las que el corazón respiraba con asmática monstruosidad. No, no era un hombre feliz. Debía beber.

“Me sentí muy halagado porque el portero no me quiso cobrar. Por desgracia, el sitio estaba vacío. Yo era su primer cliente. Mal asunto.”

Esa noche me emborraché mucho antes y me dio absolutamente igual todo. Hubo un momento adorable en el Modus Vivendi, bar especialmente pedregoso y acogedor, en el que me puse a buscar el Facebook del novio de esta chica. Necesitaba poner cara a mi rival romántico, tener algo concreto y tangible a lo que odiar. No había nada especialmente reseñable en su perfil, pero la cerveza y yo éramos capaces de darle a todo un tono paródico, desesperadamente ridiculizador. Si leía sus comentarios, lo hacía con voz nogueriana de cretino; si él colgaba fotogramas de pelis chulas, yo me lo imaginaba no con la actitud que podría tener yo mismo ante esas pelis chulas, sino mesándose la barbilla de manera pedante, con la altivez superflua de la gente a la que le gusta más la imagen proyectada de sí mismo viendo una película de Apichatpong que las propias películas de Apichatpong.

Ya en Maykar, la discoteca más lúgubre, pequeña y maloliente de Santiago, me pareció buena idea enseñar la foto de este tipo a desconocidas mientras preguntaba, desgarrado, si no les parecía la encarnación del Perfecto Gilipollas. La gente solía responder con amabilidad, es decir, dándome la razón y alguna que otra palmada en la espalda.

¿A qué venía este sinsentido? Pues ni idea. Tal vez necesitaba odiarle porque necesitaba explicarme mi fracaso. Ella era feliz conmigo, pero ¿no lo bastante? ¿Qué clase de deuda emocional le unía a este chico? ¿Acaso él era la clásica persona que había aparecido en su vida con un iluminador halo de santidad en el momento más bajo y sin embargo oportuno de su vida? ¿O simplemente es que era MEJOR QUE YO y punto (rugido del león de la selva)?

No sé, esto no molaba. Uno no va por la vida construyendo romances con ingenio, fervor, sutileza y delirios literarios para que luego le digan: “uhm, mejor no, je, je”. Por más que yo nunca hubiera verbalizado una vulgaridad tan grande como “deja a tu novio por mí”, lo cierto es que todo lo que venía haciendo en las últimas semanas con ella estaba encaminado a eso. Quería enamorarla tanto que no le quedase otra alternativa, que ese proceso de sustitución fuera automático, natural, como cuando llega la primavera y se pone a reverdecer las cosas pochas del invierno. Pero no, nada de primaveras. Esta chica parecía, de hecho, una gran enemiga de las primaveras. No sólo elegía al novio sino que, por su manera de expresarse, ni siquiera valoraba la posibilidad de que yo pudiera ocupar su lugar, de que existiera un futuro juntos en el que ella se riera de mí porque me salta el aceite al cocinar, o porque tiendo mal la ropa, o porque mira qué tonto eres cuando haces esto y esto otro, y donde hiciéramos planes detalladísimos sobre el fin de semana para al final acabar abandonándolos por una reclusión casera de polvos, películas y pizzas.

¿Veía ella polvos, películas y pizzas en su bola de cristal? No. Ella quería otro papel para mí. Que no la alejara de mi vida, que siguiera formando parte de ella y hablándole de las cosas de las que nos gusta hablar, y haciendo los chistes que nos gusta hacer, etc., hasta que nos quedásemos solos y empezáramos a liarnos y a ponernos cachondos y ella tuviese un repentino ataque de NOVIEZ y dijese “hasta aquí”, marchándose a casa corriendo.

Es lo que ella quería, vaya.

Y hombre, pues no.

Sé que parece que exagero, que soy un dramas y que estoy haciendo una montaña literaria de un grano de arena sentimental, pero no. Ni idealizo a la chica ni me desespero en vano, gratuitamente, porque sí. Digamos que me dejo llevar por ese algo tan humano que es la necesidad de una narrativa, de agarrarme a una ficción consoladora que me ayude a sobrevivir y a gestionar mi leyenda.

En este caso, esa ficción somos nosotros.

Zach Galifianakis y su jeta junto a una sandia.
Zach Galifianakis y su jeta junto a una sandia.
Miércoles

Uh-oh. Las cosas empezaban a resultarme demasiado fáciles a estas alturas. Me sentía desenvuelto saliendo solo. Me sentía CÓMODO. Claro que, en la vida, por norma general, uno prefiere sentirse cómodo a sentirse incómodo, pero la cosa empezaba a parecerse al primer chute de heroína que el yonqui se da sin sentir, al mismo tiempo, otro pinchazo análogo de culpa.

El caso es que esa noche me encontré con el compañero de piso de la chica, que iba con unos amigos suyos muy pintorescos. Uno de ellos se parecía a Zach Galifianakis y el otro no se parecía a nadie, pero era risueño y muy enfático a la hora de contar historias. El compañero de piso se marchó pronto pero a mí me dio igual porque, sí, había hecho dos amigos para toda la vida a los que posiblemente no fuera a volver a ver nunca más.

Eran grandes aficionados a la coctelería clásica, lo que me hizo sentir minúsculo varias veces a lo largo de la noche, mientras debatían con la camarera del bar Atlántico sobre las dobles y las triples destilaciones y yo engullía mi achocolatada mezcla con la voracidad primitiva de un niño.

Me dejaron justo antes de que fuera la hora del Maykar. Al principio me sentí muy halagado porque el portero no me quiso cobrar. Pensé: “al fin empiezo a recoger los frutos de mi fidelidad”. Por desgracia, no era eso, sino que el sitio estaba VACÍO. Yo era su primer cliente. Mal asunto.

Por una cuestión de orgullo, me obligué a quedarme hasta que cerrara, y si no lo hice fue porque conocí a una chica muy simpática a la que la foto de mi rival le inspiraba náuseas (sí, lo había vuelto a hacer) y me tuve que ir con ella a casa, ante la evidencia de las muchas cosas que teníamos en común.

Continúa aquí...

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_