La Nicaragua de Ortega
Las elecciones del 6 de noviembre pueden convertir al país centroamericano en el negocio de una familia
Las elecciones presidenciales celebradas el domingo 6 de noviembre, lejos de consolidar el sistema democrático, suponen un paso más en la estrategia de Daniel Ortega para transformar el país que gobierna desde 2007 en un Estado totalitario.
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Unos comicios donde la oposición quedó sin candidatos apenas cuatro meses antes de su celebración por una controvertida decisión tomada por un poder judicial controlado por el oficialismo sandinista, con dudas reales sobre el porcentaje de participación, con un retraso injustificado a la hora de anunciar los resultados y sin observadores internacionales que pudieran verificar la transparencia del proceso no son, desde luego, unas elecciones que se celebren en las mejores condiciones.
Añádase a esto que Ortega —de 70 años, quien ya estuvo en el poder entre 1979 y 1990— se ha presentado a su tercer mandato consecutivo con su mujer como candidata a la vicepresidencia del país en lo que constituye una concepción del poder que tiene más de patrimonio familiar que de servicio público.
Desde que volviera al poder hace nueve años el líder sandinista ha establecido un sistema de gobierno basado en una alianza con un sector empresarial bajo sospecha de los organismos de regulación internacional, la exclusión de la oposición de cualquier tipo de decisión, el acoso a la prensa independiente y el control total de todas las instituciones del Estado. La evolución de Cuba hacia una postura amistosa respecto a Estados Unidos y la profunda crisis económica e institucional de Venezuela lejos de hacer repensar a Ortega sus posturas maximalistas lo han hecho enrocarse en trasnochados postulados que amenazan el futuro de su país.
Ortega corre el riesgo de convertir a Nicaragua en aquello contra lo que él mismo y miles de compatriotas suyos lucharon hace unos años: el negocio particular de una familia.
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