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Defectos de los españoles

Lola Flores cocina uno de sus mágicos remedios en una imagen de los años ochenta.
Lola Flores cocina arroz con cosas mientras un valenciano y nuestro columnista discuten sobre el vestido de la diva.

El mes pasado me acusaron de ser demasiado bueno con los españoles. Era para que me adoptaran. Puro y simple peloteo que ha sido bien pagado: incluso he recibido un premio en la fiesta de ICON en Madrid. ¡Misión cumplida! Pero este mes voy a desquitarme. Ha llegado la hora de que os diga vuestros defectos. Para empezar, habláis muy alto. Como los americanos. ¿Qué necesidad hay de gritar todo el rato? No os hace falta para llamar la atención. Además, estoy harto de que me hablen siempre de la Movida. Ya basta: hace 30 años que todo el mundo nos repite esa palabra, ¡pero hace tiempo que terminó! La movida española es como la Dolce Vita italiana, pero sustituyendo a los paparazzi por travestis. ¿Y queréis que hablemos de vuestro gobierno, que no existe desde hace un año? ¿Sois como los belgas, incapaces de elegir gobernantes competentes? Es absurdo, ya lo expliqué el mes pasado. Después de Don Quijote, pasáis de la realidad, así que tener o no un gobierno os da igual. ¿Qué más?

Por cierto, odio la paella. Es una cosa asquerosa. Habéis conseguido inventar una mezcla peor que nuestra bullabesa marsellesa. ¡Incomible! Debería estar prohibida. ¿Pero quién tuvo la idea de poner pollo, mejillones con su concha y gambas sin pelar en un plato de arroz amarillo y pegajoso? En serio, se nota que es un plato imaginado por alguien que no sabe elegir un gobierno.

"Por cierto, odio la paella. Es una cosa asquerosa. Habéis conseguido inventar una mezcla peor que nuestra bullabesa marsellesa. ¡Incomible! Debería estar prohibida"

Pero lo peor es vuestro follón con la Guerra Civil. Esto es lo que más me recuerda a mi país de amnésicos. A España, como a Francia, le cuesta mucho afrontar lo que pasó en la guerra. Mi abuelo me contó a menudo que vio arder Irún desde la playa de Guéthary. Las llamas se veían desde el otro lado de la frontera. Se contaban cosas horribles, como que unos republicanos habían obligado a los monjes a tragarse sus crucifijos. Tenía siete años; me imaginaba a esos pobres monjes con una cruz atascada en la garganta, igual que un avestruz que se hubiera tragado un despertador. Vuestro silencio sobre esos horrores se parece al nuestro sobre la colaboración con los alemanes. Siendo de derechas, mi abuelo nunca me habló del campo de internamiento que teníamos al lado, en los Pirineos, donde centenares de miles de republicanos españoles pasaban hambre, hacinados y congelados en barracas de madera, en el barro, bajo la nieve. A veces sus hijos se peleaban por peladuras de patatas o por los huesos de un pollo arrojados a los perros. ¡Y eran vigilados por policías franceses! Es la vergüenza de mi país. Hoy, esos españoles han sido sustituidos por sirios, iraquíes o libios que también viven en campos de refugiados y huyen de la guerra. Nada ha cambiado. Desviamos la mirada. Francia es una mala ama de casa que acoge igual de mal. Si os pico, mis vecinos favoritos, ya lo habéis entendido: es porque me siento culpable. Nuestros dos países han perdido la memoria, como esas chicas guapas que se acuestan demasiado rápido con alguien y que, al día siguiente, hacen como que no se acuerdan. Nos ha venido bien durante décadas eso de olvidarlo todo. Los campos de concentración franceses han tardado 70 años en convertirse en lugares que recuerdan a las víctimas. Deberíais pensar más como ese hombre, Miguel Caballero Pérez, que remueve la tierra por los alrededores de Granada para encontrar el cuerpo de García Lorca. Ha llegado el momento de recuperar la memoria.

De todos modos, me gustaría concluir con un toque optimista: una frase que acabo de leer en el nuevo libro de mi amigo americano Jay McInerney, recién publicado en Estados Unidos. Se titula Bright, precious days. Volvemos a encontrarnos a Corine y Russell Calloway, los elegantes personajes de Brightness falls y The good life. A mitad de la novela, uno de sus amigos se plantea abandonar América para instalarse en Francia y otro dice: “No, no vayas a Francia, vete a España. España es la nueva Francia”. Personalmente me tomo esta frase como un cumplido. Espero que vosotros también.

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