Discrepar de la fiesta
La imposición de los sentimientos es antidemocrática e ineficaz
Todos los países celebran de una manera u otra su fiesta nacional. Lo hacen con el objetivo de reforzar los vínculos de identificación entre la ciudadanía. En el caso de España, el legislador decidió que el 12 de octubre simbolizara “la efemérides histórica en la que España, a punto de concluir un proceso de construcción del Estado a partir de nuestra pluralidad cultural y política, y la integración de los reinos de España en una misma monarquía, inicia un período de proyección lingüística y cultural más allá de los límites europeos” (Ley 18/1987).
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Pero las efemérides, como los sentimientos, no pueden ser impuestos por decreto, como pretenden algunos delegados del Gobierno y jueces, o como hizo durante todo el día de ayer la televisión pública. La imposición es antidemocrática, ineficaz, pues suele lograr el efecto contrario, y además muestra debilidad e inseguridad. Observando la trayectoria que sigue la fiesta nacional, contestada por unos pocos, defendida ardientemente por otros pocos e ignorada ampliamente por la mayoría, cabe preguntarse si no sería necesario revisar esa concepción y sustituirla por una menos grandilocuente y más cercana a la realidad y experiencia de la ciudadanía.
Todas las comunidades políticas en las que merece la pena vivir son artificiales: se originan en un pacto entre ciudadanos libres e iguales, generalmente plasmado en una Constitución que garantiza sus derechos. En nuestro caso, esa fecha es el 6 de diciembre, fecha de ratificación de la Constitución española en referéndum por el pueblo español. Puede que algún día logremos alcanzar otro consenso igual de amplio acerca de cómo queremos vivir, pero mientras tanto la Constitución de 1978 nos ha dado los mejores años de nuestra historia. Y esa Constitución reconoce el derecho a la discrepancia, sea honesta o fruto del sectarismo.
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