La excepción española
Los partidos emergentes han agravado la lucha entre clanes y el tabú anticoalición
La crisis de gobierno ha devuelto a la actualidad un debate que parecía superado hace tiempo: el del supuesto excepcionalismo español. Fue el presidente Rajoy quien lo oficializó en su fallida investidura, cuando aseguró que la tercera repetición de las elecciones constituiría algo inédito en la historia reciente de la democracia (aunque Grecia hubo de repetir legislativas en mayo y junio de 2012). Y muchos observadores se han hecho eco de la anormalidad que supone el actual bloqueo político, lo que vendría a significar una excepción a la regla europea. ¿Qué hay de cierto en eso? ¿Es en efecto nuestra democracia un caso excepcional, por comparación a nuestro entorno?
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No es la primera vez que se habla de la supuesta anormalidad española, pues se trata de un debate guadianesco que reaparece al cabo del tiempo. Al final del franquismo se generalizó la percepción de una fatalidad histórica que bloqueaba la modernización española, cuyo máximo exponente fue la célebre obra de Jordi Nadal El fracaso de la revolución industrial en España. Pero una generación después, ante el éxito de la transición democrática, esta tesis de la “fracasomanía” (como la bautizó Hirschman en el contexto de América Latina) se vino abajo, siendo sustituida por la tesis opuesta de la definitiva “normalización”. Sobre todo tras el ingreso en la CEE, que nos permitió creer que ya éramos unos europeos normales cuando poco antes nos considerábamos los enfermos de Europa. Pues bien, ahora mismo, ante el patente bloqueo del llamado régimen de la Transición, vuelve a hablarse de fracaso, anormalidad y excepcionalismo.
¿Tiene algún sentido esta polémica? Desde luego, no existe nada parecido a una fatídica maldición o condena histórica que nos obligue a fracasar por anticipado. De igual modo, tampoco existe nada parecido a un supuesto carácter nacional esencialista que nos distinga de los demás, como pretende la mala literatura o el idealismo fatalista. Ahora bien, cuando se hace investigación comparada, se descubren ciertas singularidades en contraste con otras muchas regularidades que nos distinguen o nos asemejan a nuestro entorno europeo. Algo que ocurre no solo con España sino también con Francia, Italia o Inglaterra. O para el caso con Cataluña, el País Vasco o Andalucía, que también exhiben diferencias específicas o singularidades incomparables.
Gran parte del presunto excepcionalismo que nos empuja hacia el sectarismo y la confrontación política lo compartimos con nuestros vecinos del sur europeo
Es decir, excepcionalidades, algunas positivas, muchas neutras y otras negativas, que se han acumulado a lo largo del devenir histórico según explica la teoría de la path dependence. Un ejemplo es el sonderweg: la vía especial alemana que explica su caída en el nazismo pero también sus indudables logros: unificación, desnazificación, reunificación. Y aún más célebre es el excepcionalismo estadounidense analizado por Lipset, quien lo definió como un arma de doble filo que explica tanto lo mejor (la misión redentora de la democracia universal) como lo peor: racismo, pena de muerte, derecho a usar armas.
Limitando, pues, el concepto de excepcionalidad a lo que de incomparable tenga cada caso, ¿cuál es la excepción española que nos singulariza? Gran parte del presunto excepcionalismo que nos empuja hacia el sectarismo y la confrontación política lo compartimos con nuestros vecinos del sur europeo. Es el tipo de régimen mediterráneo que Hallin y Mancini denominan “de pluralismo polarizado” (opuesto a los otros dos tipos, nórdico y atlántico), presente en Grecia, Italia, España y Portugal. Sus características: guerra civil reciente, instituciones heredadas del autoritarismo, desprecio por la legalidad, sectarismo mediático, cultura política elitista y clientelar.
Y dentro de este común aire de familia, ¿cuál sería nuestra diferencia específica? Al decir de Francisco Llera (en su contribución a la magna obra del CIS España 2015), los principales rasgos del excepcionalismo español son la fractura territorial de la representación política, segmentada en clanes o baronías, y la incapacidad de construir coaliciones de gobierno a escala estatal (aunque sí las ha habido en Cataluña y Euskadi, convirtiendo a estos espacios en sistemas políticos diferenciados del modelo español). Y el problema es que esta doble singularidad, la lucha entre clanes y el tabú anticoalición, ha resultado agravada por la irrupción de los nuevos partidos emergentes. De ahí el estéril bloqueo actual.
Enrique Gil Calvo es catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.
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