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No es país para brujos

Los 'kallawayas' son depositarios de sabiduría ancestral en Bolivia, pero no tienen quién les suceda

Un 'kallawaya' en la cordillera del Apolobamba (Bolivia).
Un 'kallawaya' en la cordillera del Apolobamba (Bolivia).Enrique Vaquerizo

"Brujos no somos, eso seguro. No sabría explicar qué, pero otra cosa…"

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¿Qué es realmente un kallawaya? La respuesta queda suspendida por la niebla que como cada tarde trepa ya desde el valle, inundándolo todo tan rápido como si alguien hubiese abierto un extintor. Un instante después ni siquiera se puede distinguir a don Ildefonso, convertido en un fantasma de pies veloces y pocas palabras.

La cordillera de Apolobamba tiene un nombre tan sugerente que casi dan ganas de no aparecer nunca por allí para evitar decepciones. Situada al oeste del departamento de La Paz, la zona de casi 6.000 kilómetros cuadrados se asoma a Perú enjaulada por los picachos que la forman. Llena de cóndores, ruinas prehispánicas y nevados míticos, es una de las regiones más recónditas e inexploradas de Bolivia. El hogar y último reducto de los pocos kallawayas que quedan.

— ¿Pero qué es realmente un kallawaya? ¿un médico?

“Eso tampoco. No sé, otra cosa”.

A Apolobamaba se llega después de unas siete horas de autobús desde La Paz. Antes hay que atravesar el Altiplano, donde el sol no calienta pero achicharra la piel y las mujeres aimaras intentan extraer milagros de la tierra reseca. En los pueblos los ladrillos de adobe y los techos de uralita enmarcan a perros esqueléticos y a niños de mejillas amoratadas como ciruelas. Este año ha llovido poco y el conjunto transmite una tristeza evidente pero contenida, como si con la escasez de lluvia Bolivia se hubiese quedado también sin lágrimas.

En algún momento el horizonte se encrespa en una hilera de montañas; 3.000, 3,500, 4.000… El puñado de casas que forman Qutapampa trepa hasta los 5.000 metros de altura. Eulogio vive aquí con su mujer y sin sus hijos, que estudian internos y diseminados por cualquier lugar del Altiplano donde haya una escuela. En el pueblo casi todos los hombres son kallawayas. Él lo es, como Marcos y Bernardo. que aparecen luego para compartir el almuerzo. La misma cara agrietada, los mismos sombreros y ponchos multicolores. Entre los tres cargan para el viaje una llama que luce cintas rojas en las orejas y apenas puede contener las ganas de escupirles.

Bernardo explica que aún se emplean las llamas para comerciar a través de la región. Cada año realizan un viaje de tres o cuatro días hasta zonas más cálidas al otro lado del valle. Los animales viajan con lana de alpaca y vuelven cargados con cereales y el preciado maíz dorado que crece en el Trópico.

Una cordillera de ancianos

A un par de horas a pie desde Qutapamapa está Caluyo. el hogar de don Ildefonso. A sus setenta años vive prácticamente solo porque la mayoría de las casas están abandonadas. La gente se ha ido marchando poco a poco a La Paz. También sus hijos. De los cinco, solo uno pasa temporadas aquí. Hoy en el pueblo viven ocho personas, la mayoría ancianos. Como su hermana mayor, que aparece ahora y encierra a toda prisa bajo la lluvia. Superviviente en esta cordillera de viejos, don Ildefonso anuncia que habrá ceremonia después de cenar.

Un poco de pelo de alpaca hasta formar un ovillo, dos hojas de coca, claveles, trozos de incienso y varios pétalos de flores de su jardín. Se riega todo con un chorrito de alcohol y se corona el conjunto con un feto de llama que cabe en la palma de una mano, tieso y diminuto como un caballito de juguete. Después se le prende fuego y se realizan las peticiones que permitirán continuar el camino sin sobresaltos.

Don Ildefonso celebra unas cincuenta ceremonias al año; para festejar la llegada de la lluvia o hacer que se vaya, para asegurar los viajes y proteger las cosechas, para “challar o inaugurar” casas, para conseguir amores, enderezar vidas y honrar a los muertos. A veces simplemente para dar las gracias por estar vivo. ¿También ceremonias de magia negra? Solo si alguien le pide que lo libre de algún maleficio. Porque si hay algo que los kallawayas no quieren es ser considerados burjos.

¿Pero qué es entonces un kallawaya?

El término quiere decir “el que lleva la medicina en hombros”. Hay testimonios sobre ellos en la época colonial: sacerdotes pastores de camélidos que tenían la facultad de sanar cualquier tipo de enfermedad a la que se enfrentasen. El señorío kallawaya comprendía la mayor parte de los actuales territorios del Apolobamba y posteriormente recibieron la influencia inca y la asimilaron. Fueron tan valorados en aquel imperio que eran los encargados de llevar sobre sus hombros el trono en el que viajaba el sapa inca. Hoy quedan apenas unos 5.000. Concentrados en su mayor parte entre la ciudad de La Paz y los pueblos del Apolobamba, hablan indistintamente el quechua y el castellano y se aferran a su forma de vida que se desvanece poco a poco como la niebla de su cordillera al llegar el día.

No hay muchos jóvenes dispuestos a seguir con la tradición ancestral

Para don Ildefonso, el rincón más importante del mundo es su huerto. “Ese montoncito de ahí es agave, sirve para cuando tienes mal la tripa, también si te duele un poco la cabeza. Esas flores amarillas son las que tomamos anoche en infusión, purifican los riñones, muna las llamamos por aquí y crecen muy arriba; esa de ahí es la espina colorada y sirven para los problemas de muelas, la bebes y en unas horas el dolor se va. Las cebollas son para los entierros, vueltas del revés sus tallos absorben el alma del difunto, la col mezclada con cerveza cura el alcoholismo. Aquellas hojas del rincón son llantén, si se aplican como pomada ayudan a que puedas volver a hacer hijos. Si es que no puedes, claro”.

Y el septuagenario va desenterrando bulbos con su azada, palpa las hojas e invita a probar semillas de su vivero. Algunas de ellas proceden de las faldas y cumbres de estas mismas montañas, otras han sido recolectadas y trasplantadas desde otras regiones de Bolivia a lo largo de sus viajes. Porque si algo define a un kallawaya y le hace ser apreciado por todo el país es su poder de sanar. En Santa Cruz, Oruro, Cochabamba, la Amazonía y el Trópico, puedes verlos por toda Bolivia solos o en parejas, como vademécum errantes que recorren durante meses todo el país. Venden sus pócimas y ungüentos y se hospedan en casa de sus clientes a cambio de un periodo intensivo de sanación física y espiritual. Manejan conocimientos sobre usos, propiedades y periodos de recolección de cientos de plantas silvestres.

"¡Cóndor!", grita Eulogio mientras señala una línea negra que se mece en el cielo. Estas aves son habituales en el Apolobamba, ya que ascienden desde tierras más cálidas en busca de presas. Los kallawayas los respetan a pesar de los destrozos que causan en sus rebaños de alpacas. También hay águilas, chinchillas y algunos coyotes. Poco más. La vida aquí es difícil y suele reducirse a un cara a cara entre el hombre y sus montañas.

Huertos convertidos en farmacias

En Chari vive Ramiro, uno de los que más sabiduría atesora de la región. Casi toda la guarda en los 30 metros cuadrados que tiene su jardín, donde ha conseguido aclimatar con mimo variedades procedentes de toda Bolivia. Hasta aquí acuden cientos de colegas para aprovisionarse. Su casa está llena de tarros y emplastes para fabricar botes y pomadas y desprende un inconfundible olor a botica.

— ¿Podríamos decir que los kallawayas son como farmacéuticos tal vez?

Ramiro sonríe antes de quejarse de que no sabe quién continuará su legado. Los chicos hoy parecen un poco distraídos, sólo atienden sus teléfonos móviles, lamenta. “Ni jugar al fútbol quieren”. En el último torneo, en el pueblo no lograron juntar un equipo completo. Don Ildefonso, en cambio, señala orgulloso que su hijo sí ha seguido su camino. Estos días anda en Charazani en una formación especial organizada por el Gobierno.

Charazani el pueblo más grande de la región: la figura de un kallawaya de más de dos metros y esculpido en piedra preside la plaza, a sus pies una placa reivindica su saber tradicional. Desde que fue declarada Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad en 2003 esta cultura ha tomado conciencia de su importancia, amenazada por la aculturización de sus habitantes y por la industria farmaceútica, interesada en regular sus prácticas. Tratados de comercio como el ALCA o sus versiones reformadas, pretenden obligar a los países miembros a conceder patentes sobre sus procedimientos diagnósticos, terapéuticos y quirúrgicos. Esto invalidaría el carácter comunitario de los conocimientos, y muchos denuncian que podría permitir a las transnacionales biotecnológicas y farmacéuticas apropiarse de la sabiduría de pueblos como las comunidades del Apolobamba.

En plena celebración de un ceremonial.
En plena celebración de un ceremonial.Enrique Vaquerizo

En el pueblo se celebra un encuentro auspiciado por la Unesco y el Ministerio de Cultura boliviano destinado a que los más veteranos pongan por escrito sus conocimientos y los compartan con los más jóvenes. El colegio está tomado por un trajín multicolor, con las pizarras repletas de dibujos de plantas y diapositivas. Han venido kallawayas de toda la región y de otros departamentos que se reúnen en grupos de trabajo, clasifican variedades con el móvil, aportan ideas, deciden cómo deberían envasar y cuándo recolectar o aprenden a promocionarse a través de las redes sociales. La jornada concluye con una ceremonia, resuenan las flautas y los tambores a medida que aumenta el trasiego de alcohol. Un feto de llama arde abrasado entre ristras de agradecimientos y flashes de las cámaras.

A sus diecinueve años, Sebastián lleva medio país en sus botas. Pero a diferencia de su padre, don Ildefonso, él sí que ha ido a la escuela. Hasta el año pasado hacía un curso de farmacia en La Paz, pero ahora que lo ha acabado tiene claro qué quiere ser en la vida: kallawaya. En una semana sale para Santa Cruz, para visitar a unos clientes heredados de su padre. El cabeza de familia tiene piedras en el riñón y los negocios han empezado a irle mal, así que verá qué puede hacer por ambas cosas Pero sin haber llegado todavía se atreve a anticipar que seguramente estén relacionadas. Después, tal vez continúe hasta Trinidad para “challar” con una ceremonia un polideportivo nuevo.

— ¿Qué es un kallawaya entonces, Sebastián?

El chico apura el vaso y contempla el festejo donde las figuras cada vez se vuelven más titubeantes y las lenguas estropajosas. Frunce el ceño.

“Los kallawayas somos la memoria de Bolivia”.

— ¿También su futuro?

“No lo sé, ya te dije que no somos brujos. Para nuestro futuro sí que no hay medicina que valga”.

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