Desvelo
Hubo años en los que atesoraba mis pesadillas. Eran pequeños cofres de horror que contemplaba cada tanto con regocijo
Yo siempre puedo dormir, pero hoy no puedo. Así que he salido del cuarto y ahora escribo, en mi estudio, mientras la ciudad, al otro lado, permanece galvanizada de indiferencia ante los que no podemos dormir, los atiborrados de angustia, los suicidas, los enfermos, los locos y los solos. Yo no estoy atiborrada de angustia, ni pienso en suicidarme, ni estoy enferma, ni —creo— loca, y sobre todo no estoy sola. Apenas me ha despertado un sueño maligno. Hubo años en los que atesoraba mis pesadillas. Eran pequeños cofres de horror que contemplaba cada tanto con regocijo. No las llevaba, como ahora, al analista, como quien lleva un feto ya descuartizado y por descuartizar. Son las cuatro de la madrugada, hace un poco de frío, nada se mueve ahí afuera. Cuando era chica, en noches quietas de invierno, me gustaba pensar en El Eternauta, la historieta en la que Buenos Aires amanece sumida bajo una nevada venenosa que mata a muchos y obliga a tantos otros a quedarse en sus casas. Fantaseaba con quedar atrapada, mi familia y yo, en nuestra casa cómoda y segura, nuestro nido de luz. Ya no quedan nidos de luz. Ni quedan nidos. No estoy triste. Es sólo que quisiera, a veces, acallar ese ruido continuo dentro de mi cabeza de dragón. Ese murmullo que no cesa. Quizás les pasa: un tironeo, una tensión que viene desde todas partes: el pasado, el futuro. Las preguntas por lo que vendrá. Porque ¿qué vendrá? ¿Estará allí siempre todo lo que está allí ahora? ¿Qué, de todo esto, será pantano, recuerdo, gajo desvaído de lo que alguna vez fue? Todos los desvelos vienen de no saber y de querer saberlo todo. Recuerdo ese poema de Louise Glück: “En una época, / sólo la certeza me daba / alegría. Imagínense... / la certeza, una cosa muerta”. Esa cosa muerta, malditamente necesaria.
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