Jordi y Otegi
Siempre me ha atraído hurgar en el absurdo del fanatismo, sobre todo de aquel que arropa la barbarie

Jordi Évole, con Otegi, fue un poco más allá. Salvados nos ha acostumbrado a momentos televisivos muy especiales. Pero este ha sido uno de los más especiales.
El entrevistado ya no me podía interesar menos. Pero tampoco más. Arnaldo Otegi simboliza la máxima complicidad con los responsables de la gran pesadilla colectiva de la España de las últimas décadas y me apetece saber qué pasa en el cerebro de seres como él. Siempre me ha atraído hurgar en el absurdo del fanatismo, sobre todo de aquel que arropa la barbarie. No es preciso ser un genio para advertir que la intolerancia –la ideológica, la religiosa, la nacionalista, la del dinero- y los grandes psicópatas andan detrás de buena parte de las catástrofes de la humanidad; Francisco Franco y ETA, esa mafia, son un buen ejemplo. El anonimato de las redes sociales ha desatado, por cierto, otra clase de histeria: antes, incluso, de la emisión de la entrevista, algunos descerebrados amenazaron de muerte a Évole. Pero eran pocos y cobardes.
Jordi empleó el tono perfecto para que Otegi se sintiera, más o menos, cómodo y descubriera, sin complejos, sus miserias: la siniestra ambigüedad, el patético victimismo, la ridícula fragilidad intelectual, política y moral, la empatía impostada o la impermeabilidad, apenas camuflada, al dolor de los que, por no pensar como él, han sufrido lo insufrible. Escalofriante cinismo, falsedad bien ensayada, estudiado simulacro. Teatro, puro teatro. Me pareció un pobre diablo, un tipo con una mirada completamente retorcida sobre el mundo, alguien que, en algún instante de su vida, metió la pata hasta el fondo, ya no fue capaz de sacarla y nunca va a reparar del todo en su infinita torpeza.
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