Brasil ante el abismo
El proceso de destitución de Dilma Rousseff no resuelve ninguna de las crisis del país
La aprobación de la apertura del proceso de destitución de la presidenta Dilma Rousseff por una abrumadora mayoría de la Cámara de Diputados abre una etapa en Brasil marcada por la incertidumbre. La agonía que le espera a la presidenta en las próximas semanas para acabar previsiblemente saliendo derrotada y humillada por la puerta de atrás de la historia no resuelve ninguna de las incógnitas que se ciernen sobre el futuro del gigante suramericano. El impeachment deja a un país dividido políticamente, enfrentado socialmente e inmerso en la peor crisis económica de su historia. También en una crisis moral a la que solo el proverbial optimismo de los brasileños podrá dar solución.
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Brasil se adentra en una transición a ciegas cuya primera estación será el Senado cuando, en los primeros días de mayo, decida sobre el caso Rousseff. Bastará una fácil mayoría simple para que la presidenta sea apartada del poder hasta 180 días mientras se la juzga en ambas Cámaras. Si, como es previsible, se decreta su muerte política, el poder pasará al vicepresidente Michel Temer, su antiguo aliado y ahora su peor enemigo, dirigente del Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), derecha, y bajo sospecha de corrupción. Un personaje oscuro al que los mercados reclaman una dura política de ajuste y una reforma impositiva: probablemente necesarias, con seguridad impopulares.
La confluencia de los intereses de Temer con otros dos personajes de su mismo partido — Eduardo Cunha, presidente de la Cámara de Diputados, el evangélico maquinador del impeachment, acusado por la Fiscalía de regentar millonarias cuentas en Suiza alimentadas con sobornos de Petrobras— y Renan Calheiros, presidente del Senado, un artista de la doblez política también investigado por corrupción, ha dado motivos a los seguidores del Partido de los Trabajadores (PT) para considerar todo el proceso “un golpe de Estado constitucional” para desalojar a la izquierda del poder.
Golpe o cambio de rumbo ante unas circunstancias de extrema gravedad económica —como defienden los partidarios del impeachment—, dos hechos son incontrovertibles: el caso Petrobras ha expuesto una corrupción gigantesca en la clase política brasileña que afecta a todos los partidos, izquierda y derecha, sin distinción; y que, hasta ahora, la única no acusada de enriquecimiento personal ha sido la propia presidenta. Al fin y al cabo, el impeachment se basa en un tecnicismo fiscal: la práctica ilegal de recurrir a préstamos de bancos públicos para equilibrar el presupuesto.
Brasil queda en un limbo político en vísperas de los Juegos de Río, acuciado por la necesidad de dar respuesta a la recesión y encontrar una salida a la crisis política. La destitución de Rousseff no debe detener la limpieza de las cloacas del poder. Pero mucho menos propiciar —como se vio el domingo, con el lamentable espectáculo ofrecido por los diputados en la votación, donde no faltaron gritos, empujones, cánticos e incluso un escupitajo— que la democracia brasileña salga del trance debilitada.
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