Puños, perlas
La historia de Uzcudun y Gaztañaga tiene la trascendencia de dos ídolos convertidos en juguetes rotos
Izzi Gaztañaga y Paulino Uzcudun fueron dos vascos vecinos, leñadores, que se abrieron camino por el mundo a puñetazos. Boxeadores de fama, los dos fueron amigos hasta que una minucia, discutida con alcohol, partió su relación y resolvió también una parte de la historia de España: la que se empezó a matar con disciplina a veces por vivir en una calle distinta, otras por nacer en una época diferente, las más por pensar diferente. Con los dos ha hecho Joxemari Iturralde un libro, Golpes de gracia (Malpaso, 2016), que retrata entre otras cosas la asimilación del dinero en la juventud, sorprendidos por el éxito con el atajo de una delicada work class hero de talento.
A esto dedicó Iturralde parte de su discurso el lunes en Madrid. A esbozar la tragedia que se instala como un cadáver debajo de la pista de hielo, como si al menor paso equivocado todo fuese a hacerse pedazos. Folladores de riesgo, uno de ellos se dejó la vida después del polvo. El otro, adscrito al régimen, se convirtió en héroe del No-do y personaje popular de la dictadura. Los dos, de alguna manera, fueron tragados y escupidos por la vida como si fuesen huesos de aceituna.
Para ilustrar la seducción del éxito, y la absolución general del gran público cuando se aborda el capricho del ídolo, Miguel Ángel Aguilar contó una historia. La que ocurrió un verano en el que una estrella del Madrid reclamó dos millones más bajo amenaza de irse. Aguilar no recordaba qué jugador y no me extraña, sería como buscar una aguja en un pajar. Era el mes de agosto y Florentino Pérez visitó una gran obra de ACS en una ciudad española —tampoco se recuerda cuál, etcétera—. Allí, paseando, se cruzó con un albañil pegado a una hormigonera, las pieles quemadas y sudadas, bajo uno de esos soles con los que el diablo entra en la tienda a comprar hielo, según Salcedo Ramos.
—Presi —dijo el obrero—. Páguele al chaval lo que pide, hombre.
La historia paralela de Uzcudun y Gaztañaga tiene la trascendencia de dos ídolos convertidos en juguetes rotos antes de nacer, con las características armónicas y hermosas con las que los hombres se empiezan a ir por el despeñadero con el primer éxito. Y está tan bien escrita, y desnuda tan bien la naturaleza humana en momentos de especial impacto, que uno se pone a escribir el final hacia la mitad del libro. Una fuerza de tal calado que el lector, junto a la hormigonera, reclama dos millones más a los boxeadores analfabetos, pegadores y talentosos solo para saber desde qué altura puede caer un hombre.
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