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en primera persona
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La maternidad es una condena

En respuesta al artículo de Purificació Mascarell 'Hijos', al que ya han contestado con mucho acierto Bárbara Celis con 'Madres'

Victoria Torres Benayas
Unos padres desesperados con el pestiño de su hija.
Unos padres desesperados con el pestiño de su hija. GETTY IMAGES

[En respuesta al artículo de Purificació Mascarell Hijos, al que ya han contestado con mucho acierto Bárbara Celis con Madres y Sergio del Molino con Padres]

Solo me falta que me parta un rayo. Dios (yo también soy atea, es solo una forma de hablar) me está castigando por las veces que miré con cara de desaprobación y de superioridad a una gorda tirar de un carrito de bebé con un gurruño de pelo a modo de moño, tres dedos de raíz y una vestimenta dictada a pachas entre un daltónico y un mono loco con una bomba atómica en las manos. Y me decía para mí: “Es tener hijos y mira cómo se abandonan”.

También me está castigando por la de veces que llamé a alguna amiga y, a la pregunta de “qué tal estás”, te soltaba una parrafada interminable sobre las eternas anginas de su hijo que nunca escuchabas porque habías desconectado nada más empezar. Y pensabas: “Te he preguntado qué tal tú, nena te estás olvidando de que existes, nunca pensé que serías de Ese Tipo de Madre”.

Y me castiga mucho, pero mucho, mucho, por haber creído que lo del techo de cristal era un camelo y que mis compañeras de trabajo madres son todas unas flojas quejicas a las que se les cae el boli a la hora en punto y sus hijos, unos seres débiles que se enferman todo el rato. “Lo que pasa es que ahora tienen otra prioridad”, las censuraba mentalmente.

Pero sobre todo me castiga hasta límites insospechados por haber visto a mi amiga del alma dar el pecho a demanda a su hija meses y meses más allá de los tres de rigor y haber sentido cómo me recorría el cuerpo un horror interno similar al bicho de El grito mientras contenía mis ganas de decirle: “Pero hija, que nos hemos criado juntas, que somos mujeres liberadas del siglo XXI, que no me puedo creer que seas tan antigua, que esto es una puta esclavitud…“

Eso sí, jamás confesé nada de esto en voz alta. Y no lo hice porque intento ser respetuosa con las opciones vitales de los demás, por mucho que no las entienda ni las comparta. Allá cada uno con sus razones, allá cada uno con las mentiras que se cuenta o los embolados en los que se mete para tratar de sobrevivir. Y, sobre todo, porque cuando no entiendo algo siempre pienso que hay un detalle importante que se me escapa, algo que no llego a comprender y que lo explica todo.

Pues bien, he tenido una epifanía de manual y AHORA LO ENTIENDO TODO, absolutamente todo. Entiendo las ojeras, entiendo el desaliño, entiendo las prisas, entiendo las prioridades (menuda expresión tramposa, ¿es que nadie entiende que no ya hay tribu ni abuelos ni nadie, que si tú no recoges a tu hijo de la guardería se quedaría allí para siempre?), entiendo que rechacéis ascensos, que no tengáis vida social y que no podáis hablar de otra cosa y hasta casi llego a entender que solo feisbuqueeis sobre ellos pero por favor, con cariño os lo digo, vale ya de cansinismo. Vuestros hijos van a necesitar tres vidas para borrar todas las fotos vergonzantes que circulan de ellos.

La causa de este súbito ataque de comprensión y de empatía es que he sido madre de mellizos. Sí, de mellizos, y os agradezco que os ahorréis el comentario (que si son naturales, que si no te aburres, que si son iguales, que si no se parecen en nada, que si me pasa a mí y me muero… señora, quién le ha preguntado) y la compasión, porque sí, ser madre es una condena, y ser multimadre, un auténtico infierno.

Digámoslo claro de una vez: hemos estado tantos años postergando la maternidad y tenemos una imagen tan irreal e idealizada de ella que no nos atrevemos a reconocerlo. La maternidad no es como tú la pintas, Purificació Mascarell, es mucho peor. Hace año y medio que no salgo, no me relaciono con adultos, no viajo, no voy al cine, no leo libros, no entro en mis pantalones, no acudo la primera al último local de moda, no voy a exposiciones, no escucho conferencias, no paseo por la feria del libro y no tengo tiempo ni de mirarme al espejo. Y lo que es peor, que no duermo más de dos horas seguidas. Y sin cafeína ni vino.

Sí, tienes toda la razón, ser madre consiste en renunciar a todo lo que eras antes y me temo que para siempre. Entonces ¿por qué diablos las mujeres se siguen prestando a esta maldición bíblica que arrasa con todo, con sus vidas, sus expectativas, su carrera laboral, su manicura y sus artículos plagados de citas culturetas que ya no tienen tiempo de escribir?

Ahí es donde te equivocas, porque tener hijos es la mayor condena, pero también la mayor de las bendiciones. No hay nada, ningún triunfo profesional, ningún congreso, tesis, libro o película, fiesta con amigos, "viaje desde Moscú hasta Pekín" o "ático con vistas espectaculares" que pueda compararse ni de lejos con la emoción verdaderamente íntima, única e irrepetible de ver a un niño probar el chocolate, andar o ver el mar por primera vez.

Después de una adolescencia y de una juventud estirada al máximo, llena de contradicciones y sinsabores, fracasos vitales y algunas pequeñas victorias, dramas emocionales y desengaños de todo tipo, en las que siempre te ha faltado algo para ser feliz, llega tu hijo a volver del revés tu mundo. Cuando ves a tu hijo recién nacido salir de tu vientre, cuando te mira como si no hubiera nada más importante en el mundo, cuando aprende lo que es un beso y un abrazo y te los da cuando menos te lo esperas, cuando te reconoces en él y ves que es un ser inteligente y lleno de ambición, curiosidad y energía, en esos momentos sientes que por fin todo encaja, que estás donde tienes que estar y que la felicidad, de existir, se parece mucho a esto.

Esa es la clave, querida amiga, la verdadera verdad de las cosas. No es la pueril ilusión de ser madre porque nadie tiene ni puñetera idea de lo que realmente significa hasta que no le vomitan en modo catarata del Niágara dos veces encima y de madrugada (tienes que probarlo, es exquisitamente repugnante). Tampoco es por una presión social que yo jamás he sentido (nadie me ha hecho jamás el comentario del arroz y si me lo hubieran hecho les habría dado con la paellera en la cabeza) y que se está diluyendo porque, hoy por hoy, con cuatro millones de parados, la precariedad laboral y España yéndose a pique, nadie en su sano juicio, ni siquiera las futuras y aguerridas abuelas, se pone a recomendar a nadie que sea padre. Ni tiene nada que ver con el aburrimiento (te garantizo que mi vida en Malasaña era divertidísima) o con algo tan insondable como la “velocidad del tiempo que corre hacia la muerte”.

La razón de que la gente se siga embarcando en esta locura es, ni más ni menos, las altas dosis de felicidad que genera. La risa de un niño cualquiera es preciosa pero la risa de tu niño te coge el corazón y te lo agita tan fuerte que piensas que te va a estallar de júbilo. Y no solo dan felicidad sincera, gratis y a mansalva. Yo no me he drogado nunca, pero el nirvana que me embarga mientras amamanto a dúo a mis mellizos me resulta mucho mejor que la heroína porque no me mata de paso.

Te aseguro que ver crecer a un bebé es mucho más interesante que toda la historia de la filosofía, la literatura y el arte juntas y dos, y siendo además niño y niña, es realmente apasionante —siempre pensé que los roles de sexo eran una patraña, pero el nene da el biberón a la muñeca de una forma muy extraña, más cercana al asesinato que a la alimentación—. Viendo las estrategias que son capaces de desplegar para lograr sus objetivos entiendo perfectamente que el hombre haya llegado a la luna.

Y si hablamos de diversión, cualquier ocurrencia de mis bebés, y las tienen a cientos todos los días, es mejor, más real y más auténtica que todos los memes y vines juntos. Y eso que todavía no hablan ni entienden muy bien de qué les hablo cuando hago que el primer ministro húngaro sea el malo de todos los cuentos que invento. Tengo la suerte de disfrutar de una jornada continua que me permite pasar con ellos las tardes y jugar por toda la casa al escondite, enseñarles a meter la mano hasta el codo en harina, mancharse de barro y hacer todo tipo de gamberradas.

Sobre los motivos del padre, habría que preguntarle a él por qué quiso tenerlos a pesar de no sentir la "llamada de la selva" como él dice. Yo creo que es el mayor acto de amor que nadie ha tenido ni tendrá hacia mí. En un momento de agotamiento y agobio absoluto, le pregunté si se arrepentía y se enfadó, dado que ahora no se concibe sin los bebés. Nos peleamos más, es cierto, pero también nos reímos más: de los niños, con los niños, de las cosas que llegas a hacer con tal de que coman y, sobre todo, de las situaciones surrealistas e inimaginables en las que te ves envuelto.

Si me preguntas si merece la pena la renuncia es que no has entendido nada. Mi ventaja es que yo ya he vivido tu vida y te digo que la mía ahora es mucho mejor de lo que era antes. Por muchas veces que hayas visto "atacar naves en llamas más allá de Orión y Rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser", nunca verás a tu hijo, entre atónito y fascinado, intentando atrapar el agua de la ducha con la mano. Ahora, mírate de verdad al espejo y piensa quién “se atonta y se amuerma, se vuelve prosaica y gris, envilece su mente y estanca su intelecto”.

PD: Jamás leeré poesía de Bécquer por las noches a mis bebés. Hay poetas mucho mejores.

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Sobre la firma

Victoria Torres Benayas
Redactora de la sección de Madrid, también cubre la información meteorológica. Licenciada en Periodismo por la Universidad de Navarra, cursó el máster Relaciones Internacionales y los países del Sur en la UCM. En EL PAÍS desde el año 2000, donde ha pasado por portada web, última hora y redes, además de ser profesora de su escuela entre 2007 y 2014.

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