Verónica Forqué
La actriz bajó al infierno de la depresión. Ahora ha recuperado la alegría y se ha convertido en una persona diferente sin dejar de ser la de siempre
Verónica recuerda que, al leer las necrológicas de los periódicos, sentía envidia de los difuntos. Esta confesión es el dibujo más fino y potente que conozco de la depresión, esa fiera desbocada: la sensación de completa derrota, el no querer despertar, el lamentar no tener el coraje de pegarte un tiro. Hace poco la actriz bajó a ese infierno, del que salió gracias a terapias y fármacos. Vivan las drogas, dice ella.
Sufrió dos pérdidas que le destrozaron el ánimo. Una, inesperada y brutal, la de su hermano Álvaro, víctima de un infarto en la Nochevieja de 2014. La otra fue la pérdida de la ilusión sentimental que le había mantenido unida a su pareja durante 34 años. Un día decidió ser honesta con ella misma y su estupendo marido y cerró una relación que ya no le hacía feliz.
Verónica Forqué ha recuperado la alegría y se ha convertido en una persona diferente sin dejar de ser la de siempre. También ha decidido detallar su pesadilla y resurrección, sin ahorrar ningún matiz esencial, por si hay alguien a quien el relato le pueda reconfortar.
Ostenta un curioso récord: no ha podido recoger ninguno de sus cuatro premios Goya. La ceremonia le pilló esas noches en el teatro. En esta nueva vida, no ha enterrado la chispa. Al lado del director –de cine y teatro- David Serrano, exprime lo mejor de su repertorio en la función Buena Gente y en Tenemos que hablar, una comedia romántica en la que está muy graciosa, como tantas veces, pero con otra velocidad. Cuando era niña, su padre le dijo: “Anda y arroja un poco de sol por ahí”. Y le ha hecho caso.
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