Tiernos turistas
Se habla mal del turista. Lo vemos una y otra vez como expresión extrema del consumidor alienado, una encarnación de la moralidad del esclavo, abandonado al disfrute y el goce, a la amoralidad, zombis sin voluntad, dirigidos por los hilos de los publicistas o planificadores. En cambio, no se ve en él el habitante de una paradoja que pocos han notado. En el fondo es un marginado, puesto que –a pesar de las comodidades que le brindan con su hospitalidad– los locales de los lugares que visita en gran medida le marginan de sus intercambios, lo mantienen a distancia, incluso suelen despreciarlo. Se les supone adocenado, sin criterio, fácil de engañar, torpe, ridículo con esa vestimenta que permite distinguirlo enseguida, circulando en cohortes parecidas a rebaños por los lugares más previsibles.
A pesar de los privilegios que se le deparan, el turista está en la banda más baja del escalafón de los viajeros. Como ha escrito James Clifford en Itinerarios transculturales (Gedisa), «los turistas son un misterio: los “otros” de todos, a los que nunca se asigna complejidad social o individual alguna». La cultura transnacional que conforma está escasamente valorada e incluso el inmigrante o el refugiado puede, por la vicisitud vital que atraviesa, recibir una dignidad moral superior. El turista sabe de su condición periférica, sabe que es un recurso pero también un estorbo, y quizás por ello, y ya que no se le deja participar, se abandona a la tarea –convulsiva casi– de mirar.
En efecto, el turista es ante todo un espectador, un voyeur. Al respecto, sería suficiente para hacer su elogio descubrir en él una forma radical del flânneur baudeleriano, ese personaje central en la modernidad que se abandona a la pura travesía diletante de la ciudad, por el placer de caminar y sin otra tarea que la de gozar de las virtudes del puro observarlo todo. Pero el turista es más que un paseante ocioso, es sobre todo un merodeador. No sólo mira, sino que busca y encuentra, como Barthes advertía, ante todo signos, es decir nudos entre un significado que traía consigo y significantes que deberían estar ahí, como esperándolo.
Por ello, su tarea no se limita a observar, sino que, como merodeador, emplea todo su tiempo en labores de reconocimiento, que –en el sentido original de la palabra– tienen que ver con un cierto fin de pillaje. Según el diccionario, el merodeador es, en efecto, el soldado que se aparta de su destacamento «para vagar en busca de algo que coger o robar». Por extensión, el merodeador es «aquel que, sólo o en cuadrilla, vaga por el campo viviendo de lo que consigue recoger o lo que hurta». En un sentido todavía más amplio, el merodeador es quien «vaga por las inmediaciones de algún lugar o va repetidamente al mismo sitio, sin un fin determinado o para observar, espiar u obtener algo».
Ese es el turista. Ya que no tiene tiempo de refuncionalizar nada, se pasa el tiempo en labores de localización de exteriores, explorando los lugares y los momentos de los que se apoderará con su cámara de vídeo o de fotos. El turista rapta sitios, recolecta instantes y los convierte en instantáneas. Pero esa labor no es menos digna, puesto que avisa sobre el valor que le concede a lo irrepetible, puesto que responde a la certeza que tiene de que todo cuanto le pase no le volverá a pasar. El turista vivirá de lo vivido, puesto que allí, entonces, donde estaba o estuvo una sola vez, fue capaz de entender el valor infinito de lo fugitivo.
Valga esta reflexión para animar al lector a contemplar al turista —y a él mismo cuando deviene tal— con un poco más de ternura. Para contribuir a ello, me remito a una colección de fotos realmente memorable: "Tourist Walk", de Marc Javierre-Kohan, con imágenes de turistas merodeando por las calles de Barcelona. Difícil no reconocer en esos tipos humanos, en su aspecto y en lo que hacen, un extraño heroísmo, una patética grandeza, una sombra de esperanza en el futuro de la humanidad
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