El incendio de las ‘banlieues’
La Francia de las periferias emergió hace diez años con la cara ensangrentada. Tras los motines se invirtió mucho dinero, pero no se ha tocado la cuestión central: la falta de inserción en el mercado de trabajo y el aumento de la pobreza de las familias
Fueron tres semanas de fuego y sangre (del 27 de octubre al 17 de noviembre de 2005); tres semanas durante las cuales los responsables políticos y las fuerzas del orden, el Gobierno, las asambleas de la República y el presidente, todos asistieron, estupefactos, desconcertados, desbordados como por un huracán, a una explosión solamente comparable a la de aquella de 1968, igual de violenta y devastadora. Miles de jóvenes, salidos espontáneamente de guetos de miserias, gritaban su desarraigo, su cólera, su odio: dos de los suyos acababan de ser asesinados por la policía sin motivo real, únicamente a causa del miedo, de la incomprensión. La otra Francia, la de las periferias, aparecía entonces con la cara ensangrentada.
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¿Cuál es la situación 10 años después? Se han hecho esfuerzos por parte de los diversos Gobiernos, de derecha e izquierda. Mucho dinero se ha invertido, muchas energías y buena voluntad se han puesto al servicio de la integración de esas poblaciones dejadas de la mano de Dios. Gracias a los esfuerzos emprendidos tanto por el poder político como por algunos sectores del mundo empresarial, la fatalidad de la exclusión para esos jóvenes se ha reducido, en la medida en que tres vectores funcionen eficazmente: la lucha contra el fracaso escolar; el apoyo a las trayectorias profesionales; la visibilidad de su presencia mediante el acceso a responsabilidades en asociaciones, municipios o partidos políticos. Tras los motines se puso en marcha un vasto plan social y, desde entonces, se han invertido más de 48.000 millones en 594 barrios.
Pero estos esfuerzos no han tocado la cuestión central, que es la de la falta de inserción en el mercado de trabajo y el aumento de la pobreza de las familias. Un informe reciente del Tribunal de Cuentas apunta la insuficiencia de estas políticas con datos elocuentes: en los barrios pobres, subproletarizados, que representan alrededor de ocho millones de personas, la mitad de ellas de nacionalidad extranjera, el índice de desempleo es más de dos veces superior a la media nacional, y el nivel de vida es dos veces inferior. El 51,4% de los menores viven bajo el umbral de la pobreza, el doble de la media nacional; si, en Francia, el 13,9% de la población vive bajo el umbral de la pobreza, en los barrios clasificados como muy pobres, es el triple (38,4%). Este resultado expresa una cruel realidad: persistencia del fracaso escolar, desarrollo de la delincuencia, del tráfico de drogas, pérdida de autoridad de las familias, formación de bandas criminales y mafiosas, aumento del islam radical o del tribalismo entre los jóvenes de origen subsahariano, generalización del comunitarismo (el hecho de no reconocer otra pertenencia que la de su comunidad confesional o étnica frente a la sociedad francesa): total, la americanización de los guetos se ha vuelto una realidad francesa.
El elemento nuevo es la radicalización religiosa real de una parte de la población de las ciudades
Estas identidades dislocadas están de hecho apoyadas por la acción de las redes sociales, que incitan a la separación respecto a la cultura francesa y llaman al conflicto bajo el pretexto de la legítima defensa identitaria. Y, más allá, en los barrios de relegación social, se desarrolla una verdadera guerra por el control de las mezquitas entre predicadores, con frecuencia clientes de organizaciones religiosas internacionales e integristas, y los representantes de Estados musulmanes.
El elemento nuevo, 10 años después de la explosión, es la radicalización religiosa real de una parte —una parte solamente— de la población de las ciudades, mientras que en 2005 la revuelta era masivamente social y política. De hecho, un estrato no desdeñable de estas poblaciones ya no cree en la integración y no busca, probablemente, identificarse con la sociedad francesa. El sentimiento de que ya no hay solución social es preponderante en él. El repliegue en la identidad religiosa aparece como un recurso salvador: con frecuencia, para los padres, es la forma de hacer prevalecer todavía una cierta moral de vida y de respecto filial; para los adoctrinadores religiosos, es la posibilidad de atraer a jóvenes poco formados, fácilmente influenciables y de los que pueden hacer futuros mártires.
Al mismo tiempo, crece una extrema derecha xenófoba que impone sus ideas de exclusión
Al mismo tiempo, apoyándose en esta fractura social y cultural, se desarrolla como nunca después de la II Guerra Mundial una extrema derecha xenófoba, que ha conseguido imponer sus ideas de exclusión y de miedo en el centro del debate político francés. En los años 1980, el lepenismo señalaba a los inmigrantes como el ejército potencial de los comunistas en busca del poder, hoy, la retórica dominante es la de la islamización de Francia (al mismo tiempo por cierto que la de la destrucción de la nación por Europa). De lo que se hace eco, y es también una diferencia en el estado de ánimo de hace diez años, una parte de la derecha conservadora ganada por la demagogia identitaria y, sobre todo, son intelectuales y escritores de éxito quienes denuncian con una virulencia y odio inauditos la disgregación de la nación de la que hacen responsable a la cultura de estas poblaciones marginalizadas. Hay, en adelante, en Francia, un cara a cara entre dos dinámicas conflictivas, la de la estigmatización cultural contra estas poblaciones y la del repliegue rabioso de los habitantes de las banlieues en sus territorios.
En realidad, no solamente se ha intensificado la crisis de las periferias sino que esta va poco a poco revelando la cara oculta de la crisis de la propia sociedad francesa. Lo cierto es que la república tiene, desde hace años, dificultades para transmitir los valores fundadores del “vivir juntos”; apenas ofrece un futuro a esta parte de la población y fracasa con frecuencia para crear una adhesión a la patria. ¿Por qué? Sin duda porque, en el fondo de la identidad francesa, hay dos cuestiones no resueltas: el imaginario nacional no ha tomado en cuenta la nueva realidad multiétnica y multiconfesional de la Francia del siglo XXI, es decir, que no se ha hecho el trabajo educativo para adaptar a la realidad de hoy en día la representación que el Francés tiene de sí mismo. Por otro lado, el país vive una profunda crisis de confianza en el futuro, y eso es porque le es más fácil soñar con la Francia de antaño que afrontar la de mañana. Esta falta de confianza genera amargura y temor, sobre todo cuando lo nuevo se encarna en culturas y usos diferentes. La crisis permanente de las banlieues es, en realidad, la otra cara de la crisis de la sociedad francesa en general.
La insurrección de 2005 fue ya el resultado de la ausencia de respuesta a estas dos cuestiones. No puede decirse que, en cuanto al fondo, se haya realmente avanzado desde entonces. Hoy como ayer, es por tanto urgente promover una ciudadanía compartida, la transmisión de valores fundamentales de la República (libertad, igualdad, fraternidad), la educación crítica y la defensa de la razón como valor de progreso frente a los fanatismos. Y nunca olvidar que detrás siempre siguen siendo imprescindibles políticas públicas que favorezcan un futuro común.
Sami Naïr es profesor de Ciencias Políticas en la Universidad Internacional de Andalucía y en la Universidad Pablo de Olavide.
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