Comprender a los que callan
Güelfo entre gibelinos, gibelino entre güelfos. Así me siento, así nos sentimos muchos en Cataluña ante un proceso que prescinde de una gran parte de los catalanes. Si se diera voz a los sin voz, tal vez se descubriría que somos mayoría
Michel de Montaigne, en el capítulo doce del libro III de sus Ensayos, arguyendo su falta de toma de partido en la polémica religiosa de la Francia de la época, lo expresa de este modo tan perspicuo: “J'encorus les inconveniens que la moderation aporte en telles maladies. Je fus pelaudé à toutes mains: au Gibelin j'estois Guelphe, au Guelphe Gibelin”. Es decir, “me expuse a los inconvenientes que la moderación conlleva en tales enfermedades. Me zurraron todas las manos: para los gibelinos, era güelfo, para los güelfos, gibelino”.
Se trata de una expresión que ha hecho fortuna y de la que se valió, de un modo iluminador, Jorge Edwards en La muerte de Montaigne (2011) para retratar las sutilezas de este pensador exquisito. Trataré de valerme de ella también yo para capturar el estado de ánimo de algunos en la situación de la Cataluña actual.
Cuando decimos, en el resto de España, que la situación es preocupante y que el silencio, la abulia, incluso la más o menos velada amenaza del Gobierno de Madrid no hace más que empeorar las cosas, somos escuchados con incredulidad. Y nos sentimos güelfos entre los gibelinos.
Fernando Savater, tal vez el más relevante de nuestros ensayistas y un ejemplo de coraje cívico en los peores momentos contra el terrorismo de ETA, escribió un artículo en este periódico el 5 de agosto pasado que terminaba así: “Porque el prusés no es malo porque sea ilegal, sino que es ilegal porque es malo para la democracia. Y lo peor sería que el Gobierno estatal no hiciese nada efectivo para impedirlo. Algunos se inquietan: ¿Suspender la autonomía? ¿Y luego qué? ¿Encarcelar a Mas? ¿Y luego qué? Preguntas parecidas se hacían en el País Vasco cuando se intentaba acabar con el doble juego de los que pretendían a la vez estar en el Parlamento y apoyar a ETA. ¿Ilegalizar Herri Batasuna? ¿Y luego qué? ¿Encarcelar a la mesa nacional de HB? ¿Y luego qué? Pues luego ETA renunció a la lucha armada”.
El mayor pecado de Mas es no dar espacio público a los que no creen que la secesión es la mejor opción
Cuando lo leí, recordé una conferencia en Barcelona de Savater, a comienzos de los 80 del siglo pasado cuando yo era un estudiante universitario, en donde defendió que cuanta más autonomía tuvieran las comunidades autónomas mucho mejor porque, dado que estaba en contra del Estado, más autonomía era siempre un modo de debilitar al Estado. Ya entonces, tal vez porque era un estudiante de Derecho, me pareció un mal argumento: las Cortes Generales, el Ministerio de Hacienda, el Tribunal Constitucional son Estado igual que también lo son el Gobierno de la Generalitat de Catalunya, el Tribunal Superior de Andalucía o el ayuntamiento de Berlanga de Duero.
La dimensión aristotélica que tiene la obra de Savater, autor de una deliciosa Ética para Amador que instruye a nuestros hijos adolescentes, tal vez podría aconsejarle una mayor cercanía a Aristóteles: in medio est virtus, como lo decían los aristotélicos medievales.
Savater, y muchos otros me temo, tiende a pensar que el nacionalismo como ideología alberga la semilla de la violencia. Pues bien, creo que tampoco este es un buen argumento. Sin analizar ahora el nacionalismo como ideología, que en mi opinión ampara mucha sinrazón, todas las ideologías (con la excepción de la no-violencia, si se practica con consistencia) pueden llevar a la violencia.
De hecho, la expresión terrorismo, como es sabido, procede de la época del Terror practicado con saña por los revolucionarios franceses, envueltos en los ideales más preciados: liberté, egalité, fraternité. Las religiones son otro ejemplo de ideologías que han terminado, demasiadas veces, en baños de sangre, como en la Francia de Montaigne.
El problema no son las ideologías, que en el ámbito del espacio público compiten entre ellas; el problema es la violencia. Las ideologías son sensibles a las razones, la violencia no lo es. Debemos, es un imperativo moral, erradicar la violencia, pero debemos respetar las ideologías y acudir sólo a las razones para combatirlas.
Se nos ha escuchado con incredulidad en España a los que pedíamos acción, no abulia ni amenazas
Lamentablemente, también me siento gibelino entre los güelfos. El proceso que vivimos en Cataluña se está llevando a cabo ignorando y prescindiendo de una gran parte de los catalanes. Lo diré con una frase de un político francés de la III República, a caballo entre el siglo XIX y el XX, que acabó siendo secretario perpetuo de la Academia, Étienne Lamy: “Le grand art en politique, ce n'est pas d'entendre ceux qui parlent, c'est d'entendre ceux qui taisent”. Es decir, “el gran arte en política no reside en comprender a los que hablan, sino en comprender a los que callan”.
Este tal vez es el mayor pecado cometido desde el principio en el proceso que lidera el presidente de la Generalitat. No escuchar, ni dar espacio público para ser escuchados, a los que no creen que la secesión sea la mejor solución para los catalanes. Resulta además que muchos de ellos pertenecen a los desposeídos, a aquellos que nuestra política no ha sido capaz de ofrecer las condiciones básicas para el desarrollo cabal de su condición de ciudadanos. La secesión no puede llevarse a cabo contra ellos o sin ellos.
Ninguna encuesta, cuando los catalanes son preguntados por la cuestión de la secesión, da una mayoría a los partidarios de la independencia. Algunas dan un resultado que se acerca al 50%, pero ninguna lo supera. Es más, cuando los catalanes son preguntados por una opción, distinta de la independencia, pero que comporte mayor autogobierno en el contexto de las instituciones españolas, una mayoría superior a los dos tercios se muestra partidaria de esta opción. Una mayoría que, en el río revuelto de las opciones políticas, las divisiones de los partidos y las listas múltiples, no encuentra el modo de hacer que su voz sea oída: es preciso reconocerlo.
En este país de las listas que la política catalana ha generado, deberíamos hacer el esfuerzo para dar cabida a la voz de todos, para ensanchar debidamente, por imperativo democrático, nuestro espacio público. Sobre todo deberíamos dar voz a los sin voz. Si lo hiciéramos adecuadamente, tal vez descubriríamos que la mayoría de catalanes, como Montaigne, nos sentimos güelfos para los gibelinos, y para los gibelinos, güelfos.
Josep Joan Moreso es catedrático de Filosofía del Derecho. Universidad Pompeu Fabra de Barcelona.
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