Explosión en China
Pekín corre el riesgo de que la catástrofe de Tianjin se convierta en un estallido social
El comportamiento del Gobierno chino en lo que respecta a la gran explosión que el pasado 12 de agosto se registró en una central de contenedores de Tianjin ha puesto en evidencia características que a menudo quedan ocultas por la innegable pujanza económica del gigante mundial. Son una buena muestra de que la apertura económica sin apertura política puede, con suerte, dar resultado solo en el primer campo, pero en el segundo siempre se convierte en terreno abonado para la represión, la corrupción y el oscurantismo.
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Pasadas casi dos semanas desde la explosión no hay una versión oficial completa ni de su origen ni de sus consecuencias ambientales ni de los daños materiales causados ni, lo que es peor, sobre el destino de decenas de personas. Desde el primer momento, Pekín trató de ocultar el máximo de información, como lo ha hecho habitualmente durante los últimos 66 años, pero el régimen comunista, que ha fomentado el consumo tecnológico entre sus habitantes, no pudo frenar la avalancha de imágenes y testimonios sobre la tragedia que los ciudadanos han filtrado a través de esa misma tecnología. Ni pudo ocultar el malestar de los familiares de los fallecidos y desaparecidos, cuya cifra oficial aumenta cada día. Ni el descubrimiento de una red de corrupción que implica a autoridades políticas locales y a los responsables de la terminal de carga. La catástrofe humana y medioambiental es, por tanto, de dimensiones desconocidas. En este contexto, es loable que el régimen chino haya paralizado hasta el 6 de septiembre las actividades de las empresas de la zona que trabajan con productos químicos. Pero tampoco puede evitar las sospechas y críticas ciudadanas que apuntan a que el objetivo de esta medida no es otro que reducir los niveles de contaminación durante la celebración del Mundial de Atletismo.
Con los viejos métodos, Pekín corre el riesgo de que la explosión en China se convierta en una explosión social.
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