¿En minoría a la independencia? Impensable
En las elecciones catalanas del 27 de septiembre no bastaría con tener mayoría de escaños para defender la secesión
Ninguna candidatura con mayoría absoluta ha alcanzado jamás el 50% de los sufragios en las elecciones generales celebradas en España desde la Transición. La mayoría de escaños más abultada, que fue la del PSOE en 1982, rozó ese listón (48,3% de los votos) sin superarlo. Tampoco lo consiguieron las dos mayorías absolutas del PP en el Congreso ni las tres mayorías absolutas parlamentarias en las autonómicas de Cataluña, ninguna de las cuales rozó el 50% de los votos emitidos en cada uno de esos ámbitos.
Controlar más de la mitad de los escaños, sin el respaldo de al menos la mitad de los votantes, es un efecto muy conocido de los mecanismos electorales aplicados en este país. Sobre esa base han podido gobernar a sus anchas —en algunas legislaturas— Felipe González, José María Aznar y Mariano Rajoy, lo mismo que Jordi Pujol, único presidente de la Generalitat con triunfos semejantes. Pero todo ese esquema de administración política, basado en la legalidad constitucional, en modo alguno puede aplicarse a la elección convocada por Artur Mas para el 27 de septiembre, que el presidente de la Generalitat pretende decisiva para el acceso a la independencia de Cataluña.
Una cosa es disponer de mayoría absoluta parlamentaria y otra, muy distinta, ocultar que eso implica normalmente el respaldo de menos de la mitad de los votantes (no digamos del censo). Ni de lejos puede equipararse la aprobación o modificación de presupuestos o de leyes orgánicas u ordinarias, que es lo que hacen las mayorías parlamentarias, con la trascendencia de organizar la separación de parte de la ciudadanía regida por una misma Constitución.
Los defensores de esta tesis tampoco pueden esperar el reconocimiento de la comunidad democrática internacional, que ya ha pasado por las experiencias de Escocia o Quebec. El sí a la independencia escocesa de 2014 no llegó al 45% del voto; y el sí en el primer referéndum de Quebec (1980) se quedó en el 40,5%. El margen fue más estrecho en 1995, cuando los quebequeses rechazaron la soberanía por un 50,58% de votos; y por supuesto, los independentistas respetaron el resultado, aunque fuera ajustado.
El efecto más probable de una victoria separatista en las autonómicas de Cataluña sería el de incrementar la presión sobre el Gobierno estatal y las Cortes. Así ocurrió en Canadá tras la segunda consulta soberanista en Quebec y de ahí surgió precisamente la ley federal de ese país, que exige una mayoría “clara” para negociar la eventual independencia.
Artur Mas y Oriol Junqueras sostienen, sin embargo, la posibilidad de ir a la independencia de Cataluña tomando un atajo. Lo impensable sería que un gobernante intentara utilizar una (previsible) minoría de sufragios para forzar la escisión de todos los que viven en Cataluña. Cuestionamientos jurídicos al margen, intelectual y políticamente hay que rechazar esa tesis, que solo puede encontrar acomodo entre la clientela —sin duda numerosa— del credo independentista.
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