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Tribuna
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¿Existen las políticas del miedo?

Lo que nos atemoriza es perder el control y depender cada vez más de terceros

Ese universal antropológico que llamamos miedo, y que comparece bajo forma diversa en cada cultura, es un clásico de la teoría política. Thomas Hobbes, el pensador inaugural de la modernidad, quien confesó que “el miedo y yo nacimos gemelos”, puso precisamente en el temor de cada individuo hacia el otro generalizado el fundamento de la comunidad política que llamó Leviatán y hoy llamamos Estado.

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Lo novedoso, y por eso merece atención, es la afirmación por diversos autores de que el entramado político y económico de la sociedad contemporánea (la “democracia capitalista”) se sostiene gracias al miedo difuso inducido en las clases medias mediante unas políticas deliberadas, las “políticas del miedo”, discurridas por la oligarquía privilegiada y transmitidas por los Gobiernos como altavoces lacayunos del sistema de dominación neocapitalista. Serían las doctrinas que culpabilizan al individuo por su propia incapacidad para prosperar, le hacen autorresponsabilizarse por su falta de éxito, y fomentan la asunción resignada o indolente del dogma de que no hay otro sistema posible salvo el de la austeridad. Unas políticas encaminadas a conseguir de las personas la servidumbre voluntaria (de que ya habló hace siglos Étienne de la Boëtie) para con un régimen que, en último término, sería posible conceptuar como un fascismo social (Sousa Santos).

Esta crítica de las “políticas del miedo” tiene versión light, que resulta apenas interesante; esa versión banal que comparece en cualquier momento electoral y que se esgrime por los partidarios del cambio emancipador contra cualquier argumento realista que aduzcan los defensores del statu quo: están ustedes recurriendo al miedo, sentencian los primeros. Igual que los segundos podrían con igual de escasa profundidad decir: están ustedes explotando la ilusión. Son eslóganes que buscan sólo emborronar cualquier reflexión del elector.

Dejando de lado este uso oportunista y retórico del argumento del miedo, ¿es verosímil la afirmación fuerte de que el sistema de gobierno en la democracia capitalista se sostiene gracias al miedo deliberadamente inducido, y que existe por tanto algo así como una agencia social del miedo? Desde luego, es una afirmación intuitivamente atractiva porque simplifica enormemente la comprensión de la sociedad contemporánea y satisface el gusto por atribuir a un solo factor causal los fenómenos sociales complejos. Si existe un miedo difuso y específicamente moderno, a pesar de que la economía y la ciencia harían hoy idealmente posible una seguridad humana a prueba de dominación, ello sería porque un actor todopoderoso (su beneficiario) inyecta el miedo en los seres humanos para perpetuar la injusticia y la desigualdad. Pero se compadece mal con un estudio más a fondo del asunto del miedo, el de siempre y el moderno.

Es más verosímil la explicación filosófica de la inseguridad que la conspirativa

Odo Marquard advirtió sagazmente que, en la sociedad contemporánea, en la que el ser humano se ha liberado de tantas y tantas amenazas y adversidades que le han acompañado durante milenios, “el miedo destituido se pone a buscar ocasiones para tener miedo”; y la paradoja es que normalmente las encuentra, precisamente, en los factores que le han liberado del antiguo miedo: la ciencia, la economía, la técnica, la medicina, el Estado, que han sido liberadores… se vuelven sospechosos y temibles. También la complejidad.

En esta misma línea, Daniel Innerarity señala que al crecer el número de aquellas dimensiones de la vida que son de nuestra propia producción, disminuye la disposición a aceptar sin protesta los riesgos de esa vida. Hemos eliminado el destino: nos comprendemos como seres que nos autoproducimos. Por eso, lo que antes era aceptado como un acontecimiento derivado de una naturaleza incontrolable, se aparece ahora como consecuencia de actuaciones humanas, muy humanas. De ahí a buscar un culpable concreto de los males sempiternos que asoman una y otra vez su fea cara, y a buscarlo en un sujeto social agente, no hay más que un paso.

Por otro lado, en las complejas sociedades modernas se intensifica la sensación subjetiva de pérdida de capacidad de control, nos sabemos cada vez más en una dependencia creciente de terceros. Lo cual suscita inevitablemente una sensación de inseguridad y temor muy fuerte. Para superarla recurrimos a los expertos, esos que parecen prometernos guía segura en ese piélago de complejidad. Y cuando la confianza es defraudada, porque los expertos también fracasan o se vuelven también vacilantes e inseguros, surge impetuosa la llamada a recuperar tanto la autarquía o la soberanía del sujeto, como la acción directa alejada de toda complejidad: la de la buena voluntad. “Los nudos de la realidad moderna se desatan con la claridad de la convicción pura”, escribía hace años el filósofo. Pura e inocente, añadiríamos hoy.

Me resulta esta una mejor explicación del miedo difuso que la de la agencia deliberada. Sobre todo, porque esta última se contradice empíricamente con los fenómenos políticos a que asistimos en Venezuela, Grecia o en España, que estarían demostrando, si aceptásemos la tesis conspirativa, que la política del miedo de la oligarquía neocapitalista es un tigre de papel que se derrumba no bien se la denuncia. Mientras que las lecturas de los filósofos nos iluminan más, porque explican tanto la causa del miedo específico de los modernos como las formas en que los contemporáneos intentamos superarlo, incluso las formas desviadas o patológicas. Aunque, claro está, no nos ofrecen un improbable futuro de emancipación del miedo, sino sólo uno de continua reconversión de sus maneras. ¡Miseria de la filosofía!

José María Ruiz Soroa es escritor.

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