Ni se les ve ni se les oye
Obama ha hecho el primer gran llamamiento a que los sindicatos peleen por una salida de la crisis menos injusta
Una de las cosas más sorprendentes en España, un país con cinco millones de parados, un 40% si se tiene solo en cuenta a los jóvenes menores de 25 años que quieren trabajar; un país, además, con una notable devaluación de salarios, es la práctica desaparición de los sindicatos como uno de los protagonistas e interlocutores sociales. No hay sindicalistas en ningún plató de televisión, en casi ninguna tertulia radiofónica, no aparecen en las entrevistas ni en las secciones de opinión de los diarios, digitales o tradicionales. No se les oye, no se les ve.
Desde su punto de vista, se les ignora. Desde cualquier otro análisis, no tienen la menor capacidad de imponer su presencia en la plaza pública, ni tan siquiera cuando se habla de paro y de empleo, porque están desacreditados y parecen desconectados con la realidad, burocratizados y desmovilizados. Cuando asoman sus principales dirigentes es, casi siempre, en compañía del presidente del Gobierno o de sus ministros, con dirigentes de la patronal o en los pocos e imprescindibles actos simbólicos de cada temporada. Es decir, petrificados.
No se trata exclusivamente de un problema español, aunque es evidente que los casos de corrupción que afectan a la Unión General de Trabajadores (UGT) y, en menor medida, a Comisiones Obreras (CC OO) no ayudan ni lo más mínimo a que los portavoces sindicales sean contemplados con aprecio o a que se esté pendiente de sus análisis y opiniones.
El problema está presente en casi todos los países industrializados, aunque en diferente medida. En los países nórdicos y en Alemania se diluye porque la presencia sindical en la propia dirección de las empresas y en la dirección política del país (el actual primer ministro sueco es un sindicalista) está tan institucionalizada que su voz se oye casi de manera obligatoria en todos los escenarios de discusión. Pero, dejando al margen esos casos, digamos peculiares, la realidad es que los sindicatos han afrontado la que parece ser la peor crisis económica en 100 años con una pérdida importantísima de protagonismo.
Las causas son también diversas y complejas: el mundo del trabajo ha cambiado en los países desarrollados a una velocidad de vértigo, con la desaparición de millones de empleos fijos, trastocados en trabajos parciales o temporales, con una alta rotación, y la irrupción de millones de trabajadores autoempleados, que no tienen patrón ni empleador… Un fenómeno brutal que ha llegado, en muchos casos, acompañado de recortes en el derecho laboral. Y, por supuesto, con una disminución asombrosa en la fuerza de las rentas del trabajo en el PIB de esos países, frente a las rentas del capital.
No son circunstancias fáciles, desde luego, pero, aun así, la parálisis sindical en países que experimentan crisis de empleo y de nivel salarial tan profundas como España sorprende. Si el crecimiento económico no logra alcanzar los niveles necesarios para evitar el estancamiento económico en Europa, como predice el premio Nobel Stiglitz, ¿quién representará los intereses del sector específico de la población integrado por esos empleados a tiempo parcial, con contratos temporales o incluso autoempleados, todos ellos con salarios casi en el umbral de la pobreza?
Es curioso que el principal llamamiento que se ha hecho en el mundo occidental a que los sindicatos se rehagan, y vuelvan a adquirir la fuerza negociadora necesaria para impulsar una salida menos injusta de la crisis, se haya producido en Estados Unidos. Ha sido el presidente Obama quien, en un reciente discurso, animó a los sindicatos a conseguir más afiliados y a pelear por tener un mayor papel en la dirección que toman las empresas y la economía.
Unos sindicatos fuertes, pero también flexibles, capaces de comprender lo que sucede, como predica un sindicalista joven (44 años), polémico y muy activo que se llama David Rolf y que se está haciendo famoso en Estados Unidos impulsando el movimiento contra los salarios de pobreza. Rolf ha lanzado a miles de sindicalistas a la defensa, casi casa por casa, de un salario mínimo de 15 dólares la hora, justo cuando Obama acaba de subirlo del miserable 7,25 con el que se encontró a 10,10 dólares.
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