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LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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¿Puede Alemania liderar a Europa?

El poder alemán temió históricamente quedar envuelto por coaliciones militares; ahora su preocupación es verse rodeado de economías débiles. Los dilemas geopolíticos europeos regresan en versión económica

RAQUEL MARIN

Desde que comenzó la crisis del euro —hace ahora cinco años— se ha debatido mucho sobre la hegemonía alemana en Europa. Desde el inicio de la crisis, políticos y periodistas han descrito rutinariamente a Alemania como el “poder hegemónico reticente” —en otras palabras, una potencia que se niega a desempeñar su propio papel— y se le ha reprochado no ser más audaz. Por ejemplo, en un discurso ya famoso pronunciado en Berlín el 11 de noviembre de 2011, el ministro polaco de Asuntos Exteriores, Radek Sikorski, dijo que temía al poder alemán menos de lo que estaba empezando a temer la inactividad alemana, e instó a Alemania a liderar a Europa.

Las apelaciones al liderazgo alemán se han basado implícita o explícitamente en la teoría de la estabilidad de la hegemonía, según la cual es necesario un poder hegemónico benevolente para mantener la estabilidad del orden internacional. De acuerdo con teóricos como Charles Kindleberger, el fallo de EE UU al no desempeñar ese papel tras el crash de 1929 condujo al colapso del sistema internacional. Sin embargo, sostienen, EE UU aprendió las lecciones de ese fracaso y tras la Segunda Guerra Mundial hizo un uso inteligente de su poder. Son muchos los que, como Sikorski, han instado a Alemania a adoptar una actitud similar en representación de la eurozona.

Lo desconcertante del actual debate sobre la hegemonía alemana, sin embargo, es que está completamente desconectado de la larga historia de debates, que se remonta al siglo XIX, sobre el poder alemán en Europa. De hecho, entre 1871 y 1945, la cuestión alemana era uno de los asuntos centrales a los que se enfrentaba Europa. Huelga decir que cuando Alemania ambicionó una hegemonía la cosa no salió bien. Pero, al escuchar el debate actual, es como si eso nunca hubiera sucedido, o como si ahora fuera irrelevante.

El problema con el actual debate sobre la hegemonía es que tiende a dar por supuesto que Alemania tiene el potencial —o, en otras palabras, los recursos— para ser el líder europeo en el sentido en que Sikorski y otros le alientan a que lo sea. Muchos de los que critican a Alemania parecen sugerir que es solo una mala política (cierta combinación de timidez y un defectuoso análisis de la crisis, basado en su propia ortodoxia económica) lo que le impide hacerlo.

La economía de Berlín

Sin embargo, la cuestión alemana siempre se centró en la incapacidad de Alemania para ser líder. Aunque tras su unificación en 1871 se hizo demasiado poderosa como para ser desafiada por las demás grandes potencias, no fue lo suficientemente poderosa como para derrotar a una coalición de esas grandes potencias. El historiador alemán Ludwig Dehio describió la posición de Alemania en Europa como la de una “semihegemonía” más que la de una hegemonía. Esa situación estructural dio lugar, como una profecía autocumplida, a un temor alemán al envolvimiento: lo que Bismarck llamó “cauchemar des coalitions”, o sea, la pesadilla de las coaliciones.

La cuestión alemana pareció haber quedado resuelta tras la Segunda Guerra Mundial con la división de Alemania. Con su reunificación en 1990, Alemania volvía a lo que el antiguo presidente alemán Gustav Heinemann llamó su “tamaño crítico” y su posición central en Europa —la llamada Mittellage— pero, a diferencia del pasado, ahora estaba “rodeada de amigos”, como señaló Volker Rühe, un antiguo ministro de Defensa alemán.

No obstante, aunque no haya en Europa un peligro de guerra como lo hubo en otros tiempos, durante la última década la economía de Alemania ha ejercido unas presiones cada vez más insoportables para sus vecinos, por ejemplo mediante un persistente superávit por cuenta corriente desde su recuperación económica a finales de los años 2000. Lo que parece haber ocurrido, en otras palabras, es que la cuestión alemana ha vuelto a resurgir bajo formato geo-económico.

Lo que esto podría significar en términos concretos es un futuro conflictivo en el interior de Europa. En particular, el peligro actualmente en Europa es el de una versión geoeconómica de los conflictos que tuvieron lugar en su seno después de la unificación alemana de 1871. Esta vez los conflictos se centran en la eurozona, que está dividida entre países acreedores, encabezados por Alemania, y países deudores. De hecho, podríamos estar asistiendo a un retorno a la dinámica competitiva de la formación de coaliciones entre las grandes potencias de la Europa anterior a 1945.

Desde el comienzo de la crisis, la diplomacia bilateral dentro de la Unión Europea se ha centrado en Berlín, con lo que una especie de estructura relacional basada en un sistema radial puede estar sustituyendo a la estructura reticular propia de la UE. Los países de Europa central, cuyas economías han sido integradas con la de Alemania desde la reunificación, están empezando a formar una especie del equivalente geoeconómico a una esfera de influencia: el resurgimiento de una Mitteleuropa dominada por Alemania. Al mismo tiempo, sin embargo, otros Estados miembros de la UE —en particular los de la llamada periferia— se han visto sometidos a una presión cada vez mayor para formar lo que George Soros ha llamado un “frente común” contra Alemania.

Podríamos estar viendo la vuelta de coaliciones entre las grandes potencias de la Europa anterior a 1945

Esa presión parece estar conduciendo a una versión geoeconómica del viejo miedo alemán al envolvimiento. Mientras que lo que Alemania temía entonces era una coalición militar, lo que ahora teme es el verse rodeada por una coalición de lo que percibe como economías débiles. De este modo, aunque los medios sean diferentes, lo que el historiador alemán Hans-Peter Schwarz llamó “dialéctica del envolvimiento”, que se desplegó en Europa después de 1871, pudiera estar comenzando de nuevo.

Ese miedo a una coalición antialemana creció tras la reunión del Consejo Europeo de junio de 2012, cuando la canciller Angela Merkel cedió a la presión de Francia, Italia y España y acordó habilitar el Mecanismo Europeo de Estabilidad (ESM), o fondo de rescate permanente de la eurozona, para recapitalizar directamente bancos de países en crisis. Poco después, el presidente del Banco Central Europeo, Mario Draghi, prometía “hacer lo que sea necesario” para salvar al euro y creaba las Outright Monetary Transactions (OMT) o Compras Monetarias Directas.

En buena parte de Europa, eso se vio como un logro que finalmente rompía la retroalimentación cíclica entre bancos malos y deuda soberana. Pero en Alemania fue visto como una derrota —Der Spiegel lo llamó “la noche en que Merkel perdió”—. Los alemanes temen ahora que el BCE haya cambiado de un modelo alemán de línea dura a un modelo latino inflacionario, e incluso que Francia, Italia y España —los tres que unieron sus fuerzas en junio de 2012— sean el nuevo “núcleo” de la eurozona.

Sin embargo, aunque esa iniciativa anti-alemana logró mantener unido al euro, todavía no ha creado crecimiento ni conseguido reducir los muy elevados niveles de desempleo en la periferia. En particular, en Grecia, Francia y España existe ahora el peligro de que accedan al poder partidos extremistas. Para evitarlo, muchos —incluido el antiguo ministro de Defensa alemán Karl-Theodor zu Guttenberg— están alentando al primer ministro italiano, Matteo Renzi, y al primer ministro francés, Manuel Valls, a liderar una coalición antiausteridad que fuerce un cambio de política que pueda crear crecimiento. Bajo Mariano Rajoy, España se ha mostrado reacia a la idea de unirse a tal coalición, sobre todo por miedo a que pueda causar una reacción aún más negativa por parte de Alemania.

De manera que los dilemas geopolíticos con los que ha estado luchando Europa durante siglos parecen haber regresado en forma geoeconómica, centrada en un conflicto de intereses entre países deudores y acreedores encerrados en un área de moneda única. Lo que no está claro es cuánto conflicto se necesitará en el interior de Europa —y en particular entre países deudores y acreedores— para que se resuelva esa dinámica. La cuestión es si los partidos centristas estarán dispuestos y serán capaces de obligar a Alemania a acordar un cambio de política antes de que un partido extremista llegue al poder en un Estado de la UE. Lo que nos deja claro la historia alemana, sin embargo, es que la solución no puede estar en una Europa dirigida desde Berlín.

Hans Kundnani es director de investigación en el ECFR (Consejo Europeo de Relaciones Exteriores). Acaba de publicar The Paradox of German Power (Hurst/Oxford University Press).

 Traducción de Juan Ramón Azaola

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