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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La gente y el clima

La COP20 no ha sido un naufragio, en modo alguno. Se logró al final un documento que mantiene la esperanza y nos permite seguir en el camino hacia la búsqueda de soluciones

Salvar el planeta, nada menos. Eso es lo que, supuestamente, pretendían las cerca de 14.000 personas que vinieron a Lima a partir del primero de diciembre, para la COP 20, o cumbre climática. Y que prolongaron su estadía hasta el 14 de diciembre, debido a un madrugón acaecido ese día como consecuencia del calentamiento literalmente global de las negociaciones.

Pero eso es, también, lo que quieren millones de personas, desde Oceanía hasta Groenlandia, pasando por el Congo, ante lo que se va percibiendo como una inminente catástrofe, provocada por el propio fenómeno y por la lentitud con que se avanza hacia un nuevo acuerdo global que lo evite. Aunque haya algo de alarmismo, o de exageración, en todo este trance, el problema existe.

El Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés) ha disipado dudas a lo largo de los años, con prudencia pero con rigor. En su V Informe, el último, afirma que los volúmenes de hielo disminuyen, que el océano y la atmósfera se calientan, y que eso se debe “a las emisiones de gases invernadero y otros impulsos antropógenos”.

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¿Se puede cerrar esa brecha entre la ciencia, la política y la gente? En la COP 20 costó horas y angustias, y no se hizo en su plenitud. Se logró al final un texto (el Llamado a la Acción de Lima) que mantiene la esperanza, pero que por su lenguaje algo nebuloso —las frases "entre otras cosas" o "si fuera apropiado" aparecen constantemente— da la sensación de que renguea, duda.

Esto explica por qué las ONG, e incluso algunos delegados, han reaccionado con escaso entusiasmo frente a lo logrado: salvar el proceso pero, como dice Enrique Maúrtua, Asesor de Política Internacional de Climate Action Network, “poner el camino a París (COP 21, donde nacería el nuevo acuerdo) cuesta arriba”. O sea, ir despacio como si el incendio no se viniera.

Las intervenciones en la COP 20 de los miembros de la Alianza de Pequeños Estados Insulares (AOSIS, por sus siglas en inglés), casi siempre cargadas de dramatismo, lo revelaban. Ha crecido en ellos la autoconciencia, de que podrían desaparecer. Las voces que venían del África, o de América Latina, también venían con esa carga, en la calle o por boca de sus representantes.

Un delegado de El Salvador dijo que no se podía hacer un texto "para la mitad del planeta", con lo que aludía a la distancia entre países pobres y ricos, aun cuando hoy el mundo se esté reordenando económicamente. Pero es eso: los abismos entre las naciones, entre los políticos y los ciudadanos, entre los científicos y los decisores. Entre lo que tiene que hacer y lo que se hace.

Cuando se invisibiliza a la gente —y en esa ruta ignorar a los Pueblos Indígenas es un penoso clásico—, la desolación global crece. La COP 20 no ha sido un naufragio, en modo alguno. Nos permite seguir en el camino a encontrar alguna solución. El problema es que alejar la meta de no sobrepasar los dos grados de aumento de temperatura media global tiene ya implicancias graves.

Este año hubo inundaciones catastróficas en los Balcanes; el año pasado nevó en Jerusalén; desde hace años hay sequías en África, en Asia, en América. ¿Cómo pedirle a la gente paciencia, aunque no conozca las más de 100 siglas que han producido las COP? Se tiene que conocer el fenómeno, el laberinto de las negociaciones. Pero también debe escucharse a la calle.

A los hombres y las mujeres humildes que no entienden mucho de Llamados, Plataformas, Acciones Reforzadas o Decisiones, aunque sí ponen, en todo este escenario, la cuota de sufrimiento. La COP 20, en ese sentido, significó un avance, porque incluyó a los indígenas en el propio escenario oficial, y no despreció a la paralela y contestataria Cumbre de los Pueblos.

El cambio climático puede  ser una coyuntura propicia para que el mundo se vuelva más multilateral y la política menos engañosa. Precisamente porque el problema es global y, si se agrava, podría propiciar estragos comunes y sin diferenciar. Los pobres siempre sufrirán más, pero el solo hecho de que nuestras vidas muten de un modo inusual ya es un drama compartido.

Una última palabra debe ser dicha a la propia gente. Los políticos, por lo general, son vistos como los malos de la película. Solo que esto tampoco funcionará si los propios ciudadanos no cambiamos. Las decisiones pueden ser las más apropiadas, o las más arriesgadas, aunque si la gente de a pie, incluso la que protesta, sigue agitando su huella de carbono todo será inútil.

La tarea continúa, arriba y abajo, en los foros internacionales, en las casas, en las COP, en las políticas públicas internas. Lima ha sido un respiro, París está a la vista. Lo que debería verse más claro, no obstante, es que hay que cerrar esas brechas, esas zanjas entre la academia, la diplomacia y la calle que, ya se ve, pueden hacer que entremos en una agonía peligrosa.

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