La casa de cristal
Vivimos fiscalizados por los otros. Ya no podemos perdernos ni desaparecer
En su novela El círculo, Dave Eggers desvela los entresijos de una empresa situada en el Silicon Valley, en California, que podría parecerse, por poner un ejemplo, a Google. La empresa se llama como la novela, El círculo, y su modo de operar, las jerarquías aparentemente desenfadadas que la articulan, y la forma en que la tecnología controla la vida laboral e íntima de los empleados hacen de esta novela una de esas piezas de ficción que acaban arrojando luz sobre la cruda realidad. Eggers nos cuenta su historia desde el interior de una de estas empresas que últimamente son noticia por las querellas que protagonizan, como el manejo abusivo de datos de Facebook, o las estrategias limítrofes de Amazon para acabar con sus competidores, o el intrusismo de Google que empezó como una muy útil herramienta para buscar cosas en la Red, y hoy se nos ha metido al ordenador como un pulpo que lanza pantalla adentro sus tentáculos. Por otra parte, el futuro empieza en California, los de Silicon Valley van años adelante de nosotros y más nos vale observarlos porque lo que está pasando ahí vendrá, inevitablemente, hacia acá, y la novela de Eggers, a pesar de ser oficialmente ficción, es una excelente brújula para que el futuro inmediato no nos coja desprevenidos. De hecho, Google Spain tiene proyectado montar un Campus en Madrid, una especie de mini Silicon Valley que atraerá a cientos de jóvenes emprendedores y talentosos, dispuestos a integrarse a ese nuevo estilo laboral californiano que tantos rendimientos produce.
El círculo es una empresa multimillonaria, regentada por jóvenes millonarios que van de shorts y chancletas y deambulan por las oficinas con un té chai de Starbucks en la mano. En la empresa hay gimnasio y piscina, hay diversos restaurantes y varias noches a la semana hay fiestas o conciertos de rock con los grupos del momento; todo está diseñado para que los empleados, cuyo trabajo se califica diariamente en un ranking público, se entreguen en cuerpo y alma a la empresa, sin la inquietud de tener que salir al mundo exterior a hacer amigos y a divertirse. Para que la comunicación entre empleados y jefes fluya sin ninguna clase de obstáculo, los teléfonos móviles, ordenadores y tabletas están interconectados y los datos personales de cada empleado pueden ser consultados por cualquiera, la lista de teléfonos, los e-mails y los mensajes que manda e incluso las fotografías que cada uno guarda, porque la idea central de la compañía es el sharing is caring aplicado a mansalva, ese eslogan redondo y de difícil traducción que quiere decir que compartir es tomar en cuenta al otro, preocuparse por él, ser solidario.
Los miles de empleados que trabajan en El círculo reman todos hacia el mismo puerto, nadie tiene nada que ocultar, la empresa funciona en la medida en que todos saben quién es quién y la divisa es la transparencia absoluta que, en esta novela, tiene su metáfora en el edificio, que es de cristal, con paredes de cristal para que desde una oficina puedan verse las demás, y con suelos y techos de cristal para que la transparencia sea completa. Bajo la vigilancia de todos el empleado de esta empresa no puede perder el tiempo, no se puede distraer, tiene que trabajar al más alto nivel, como todos los que lo rodean y que se ven unos a otros a través de los cristales, o de los ordenadores y de las tabletas que están interconectados. La empresa gana en eficiencia lo que el empleado pierde en intimidad y autonomía.
Poco a poco vamos perdiendo grados
La novela de Eggers se parece a la realidad que impera en Silicon Valley, pero también nos hace ver a nosotros, que vivimos en la vieja y civilizada Europa, tan lejos de California, que en nuestra vida cotidiana poco a poco vamos perdiendo, igual que los empleados de El círculo, grados de intimidad y de autonomía y además, igual que ellos, vivimos en casas cada vez más transparentes. En aras de la seguridad y el confort vamos perdiendo terreno y cediendo autonomía a las máquinas.
Veamos lo que ha sucedido con esa máquina emblemática que es el automóvil, que fue concebido como un instrumento para expandir nuestra libertad de movimiento; el conductor, con el volante entre las manos, tiene la libertad de ir al cine, a la playa o a París, él es el amo del automóvil y, en su ruta hacia París, puede optar por diversos caminos, por autopistas, carreteras secundarias o caminos vecinales, puede detenerse en pueblos a comprar quesos o vinos y, según el tiempo de que disponga, puede tardar un día o cinco en llegar a su destino. La irrupción del GPS en los automóviles ha facilitado enormemente los viajes pero nos ha restado autonomía: ahora llegamos a París más pronto y por el mejor camino posible, pero se nos escatima la oportunidad de perdernos. El GPS nos señala la ruta general, la que siguen todos, y nos uniforma el viaje, seguir su dictado nos ahorra tiempo, acota el azar que puede desmadejarnos el trayecto pero, al imponernos la ruta central, nos quita la oportunidad de ver la vida que florece en las orillas.
Pronto, a la férrea dirección que impone el GPS, habrá que añadir el sistema que para aumentar la seguridad se empieza a aplicar a los automóviles en Estados Unidos, no en California sino en Ann Arbour, Michigan, de donde también viene el futuro. El sistema se llama “comunicación de vehículo a vehículo” y la idea es irlo introduciendo paulatinamente para que, dentro de unos años, todos los coches de aquel país estén interconectados y en condiciones de ayudarse unos a otros. La teoría es que si vamos conduciendo por la autopista los automóviles que van adelante, debidamente enchufados unos con otros, nos avisarán, de manera automática, de cualquier eventualidad que obstaculice el camino: un coche averiado, una curva anegada, una vaca que cruza de lado a lado con peligrosa lentitud. El aviso emitido por los coches que van delante reducirá, teóricamente, el riesgo de un accidente.
Este sistema de “comunicación de vehículo a vehículo” va a redondearse con otro que, a base de sensores electrónicos sembrados en carreteras y ciudades, avise a los conductores del límite de velocidad, de las pendientes donde más vale frenar con el motor, y de cuánto falta para que el semáforo que está en verde cambie al amarillo y al rojo. Con estos sistemas se reducirá, sin duda, el índice de accidentes y se dará un paso más hacia el automóvil del futuro, previsto ya por todos los expertos, que no necesitará del conductor y nos llevará de un sitio a otro de la forma más segura, en el menor tiempo posible y sin la engorrosa y azarosa intervención del conductor, que podrá dedicarse a sestear o a mirar el paisaje por la ventanilla.
Decía más arriba que el GPS nos escatima la posibilidad de perdernos, pero lo cierto es que también nos la escatiman el teléfono móvil y el ordenador. En el siglo XX bastaba con no abrir la puerta y no contestar el teléfono para desaparecer, para perdernos y que nadie pudiera localizarnos, pero en este siglo desaparecer resulta casi imposible, a quién no abre la puerta o no contesta el teléfono, se le contacta por e-mail, o por SMS, por WhatsApp o Skype, o se irrumpe en mitad del salón o en la cama, con la cara por delante, con una invasiva llamada de Face Time; no se puede ya desaparecer porque se descubre que no te has ido, que no has desaparecido por lo que cuelgas en Facebook o en Twitter o en Instagram. Igual que los empleados de El círculo, vivimos cada vez más fiscalizados por los otros, ya no podemos perdernos ni desaparecer porque tantas ventanas al exterior transparentan nuestra casa, nos la han convertido en una casa de cristal.
Jordi Soler es escritor.
@jsolerescritor
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