Bulle Escocia
La posibilidad del triunfo independentista sería un seísmo adicional para Europa
La aparición de la primera y hasta ahora única encuesta que pronostica una mayoría independentista en el referéndum de Escocia sobre su pertenencia a Reino Unido ha disparado súbitamente la temperatura de la política y de las finanzas en las islas. Sobre todo porque este sondeo no constituye un hecho aislado, sino que marca un hito en la tendencia de los secesionistas, creciente a medida que se acerca el día D, el 18 de este mes.
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La reacción política ha venido marcada por las promesas de aumento en el techo de su autonomía si los escoceses rechazan la segregación, precipitadamente formuladas por el ministro de Economía, George Osborne. Laboristas y liberales secundan la estrategia flexibilizadora de los conservadores, pero no han sido aún capaces de acordar sus detalles, lo que ilustra cuán improvisada está siendo la respuesta de Londres a la milimetrada campaña del Partido Nacional Escocés. Las resistencias iniciales del premier David Cameron a acudir a Escocia y participar en la campaña —corregidas ahora— no hace sino corroborar sus errores, el primero de ellos el menosprecio a los rivales.
La reacción de los mercados financieros ha bordeado el pánico, otorgando así verosimilitud a la tendencia de los sondeos: el desplome de la libra, el aumento de los tipos de interés y la caída en Bolsa de las grandes empresas pespuntean el temor ante una posible desmembración de Reino Unido, eventualidad que nada bueno auguraría a los europeos, empeñados en aumentar su integración y superar las divisiones.
El secreto del éxito de la campaña nacionalista ha sido su diseño en positivo; su reivindicación de un modelo social en peligro por culpa de la política de austeridad; su dibujo de una sociedad, aunque idílica y fantasiosa, presuntamente ilusionante, próspera gracias a proyecciones exageradas sobre el petróleo del Mar del Norte del que dispondría en el futuro; y la exhibición de un enorme aplomo sobre hipótesis inciertas como la continuidad en la UE, la permanencia de la corona y el mantenimiento de la libra (¿para qué la independencia si se renuncia ex ante a la política monetaria?) frente al bullicio de los sentimientos.
El unionismo, que afrontó bien el envite inicial con sólidas razones académicas y económicas, no ha sabido disputar la hegemonía al secesionismo en su propio terreno: el de los horizontes morales, psicológicos, innovadores. La tardía oferta de nuevas competencias —aumento del autogobierno— ha resultado así sospechosa de haber sido fraguada de forma oportunista: no por convicción sino para evitar lo peor. Y los de Salmond han podido criticarla como intento de soborno producto del pánico.
Les queda a los partidarios de la unión una semana para allegar credibilidad a unas propuestas que debieron haberse formulado tiempo atrás. Si no lo logran, el impacto amenaza con traspasar las fronteras británicas, exacerbar otros irredentismos y perjudicar al conjunto de la UE justo cuando los europeos pugnan por soslayar la tercera recesión desde el fatídico 2008.
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