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Columna
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Los clásicos

A los que se sorprenden de lo que está pasando en España les recomiendo que lean a Cervantes, Quevedo y Valle-Inclán

Julio Llamazares

Tengo un amigo alemán que se extraña de que en España cada vez más la corrupción sea la norma y no la excepción y yo lo comprendo: mientras nosotros leíamos El Lazarillo, el Guzmán de Alfarache o La pícara Justina, ellos, los alemanes, se aburrían como ostras leyendo a Goethe y a Thomas Mann.

 Lo que me sorprende a mí es que aún haya españoles que se extrañen de lo mismo que mi desconcertado amigo alemán. Salvo que no hayan leído un libro en su vida. Porque el famoso patio de Monipodio, la escuela de ladrones de Sevilla a la que acuden los pícaros cervantinos Rinconete y Cortadillo, como la fabulosa tierra de Jauja, “donde se come y se bebe y no se trabaja”, que inmortalizó su paisano Lope de Rueda, o la pensión segoviana del Cabra quevedesco en la que las comidas no tenían principio ni fin porque el avaro dómine les hurtaba el tocino y la carne de la olla a sus pupilos, se diferencian muy poco de la España que hoy conocemos. Cambian los nombres de los ladrones y de los pícaros, pero es la misma en esencia.

Por eso yo a los que se sorprenden de lo que está sucediendo en nuestro país les recomiendo que lean a nuestros clásicos (a Cervantes y a Quevedo, pero también a Fernando de Rojas y al Padre Isla y, por supuesto, a Larra y a Valle-Inclán) y a los que no lo pueden hacer, como mi amigo alemán, porque no dominan el idioma les remito a la historia de la literatura: mientras que los alemanes daban a luz el romanticismo, los italianos el renacimiento, los franceses la ilustración y los ingleses la tragedia moderna, nosotros, los españoles, hemos aportado al mundo dos géneros literarios característicos: la picaresca y el esperpento. Digo yo que será por algo.

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