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¡No juegues con esa pelota!

A pesar de los esfuerzos por eliminar los dos millones de toneladas de bombas que Estados Unidos lanzó sobre Laos, el número de víctimas aumenta este año

Phonsavan (Laos) -
Eim Shok Kheng muestra las heridas que le provocó un proyectil de una bomba de racimo.
Eim Shok Kheng muestra las heridas que le provocó un proyectil de una bomba de racimo.Z. A.

Es un juego muy sencillo. Los niños se organizan en dos equipos, se sientan en el suelo del templo budista en el que han sido congregados, y cada grupo elige a un representante. Serán estos últimos quienes decidan cuál de las ocho casillas del improvisado panel que han colocado los organizadores frente a ellos hay que destapar. Cuatro esconden imágenes de frutas deliciosas. E inocuas. Tras las otras cuatro, sin embargo, hay fotografías de artefactos que ponen los pelos de punta: gigantescas bombas de 500 kilos, proyectiles de mortero, minas antipersona, y pequeños explosivos de racimo.

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Gana, lógicamente, el grupo que más frutas descubra. Y los alumnos de este pequeño pueblo de la provincia laosiana de Xieng Khuang se toman muy en serio el asunto. De hecho, son incapaces de esconder su decepción cada vez que su representante se topa con un explosivo en la casilla que ha elegido. Es entonces cuando entran en escena los especialistas de UXO Lao, una organización gubernamental que tiene un doble cometido: la limpieza de los dos millones de toneladas de bombas que Estados Unidos lanzó sobre el país durante la Guerra de Vietnam (1959-1975), lo que otorga a Laos el triste récord de ser el país más bombardeado per cápita del mundo (833 kilos por habitante), y la prevención de los accidentes que todavía pueden provocar las que no estallaron. La celebración del juego, que se repite pueblo por pueblo, responde al segundo objetivo. Por eso, cada vez que uno de los artefactos hace su aparición, los responsables de la organización preguntan a los niños si saben qué deben hacer en caso de toparse con él.

Un bosque de manos se yergue de inmediato. “Es una bombita, así que no tenemos que tocarla. Lo que hay que hacer es avisar al jefe del pueblo para que llame a UXO Lao, y vosotros vendréis a eliminarla para que no nos pase nada”, responde una alumna frente a la fotografía de una roñosa bola metálica que, desafortunadamente, muchos niños confunden con una pelota. Es una de los 270 millones de submuniciones de bombas de racimo con las que el ejército estadounidense roció Laos para combatir a los comunistas del Vietcong y de Pathet Lao, a pesar de que, en 1962, el país fue considerado neutral. En torno al 30% (unos 80 millones) de bombitas no estallaron, y ahora suponen un grave peligro para la población. Sobre todo para la de menos edad.

Desde que comenzó la campaña de bombardeos en 1964, 30.000 personas han muerto por explosiones en Laos

Eim Sok Kheng lo sabe bien. Tiene 12 años y hace cuatro que se encontró con una de estas municiones antipersonal CBU-24 en la frontera con Camboya. Había salido en busca de verduras para la comida y la vio escondida entre la maleza. Sabía que eran peligrosas, pero le pudo la curiosidad. Y lo pagó caro. La detonación lanzó los 300 fragmentos de metal del artefacto contra ella, y Eim perdió parte de dos dedos y de la pierna derecha. A pesar de ello, tuvo suerte de salvar su vida. Desde que comenzó la campaña de bombardeos en 1964, unas 30.000 personas han muerto por esta causa en Laos, un país de menos de siete millones de habitantes. 12.000 de ellas han perdido la vida tras el fin del conflicto, y desde 2008 han sido más de 200.

El año pasado fueron solo 12, la cifra más baja de la historia. “Consideramos que hay dos factores que han permitido reducir notablemente el número de accidentes. Por un lado está el papel que juegan los nueve equipos que, en otras tantas provincias, recorren unos 650 poblados al año para informar mediante juegos y charlas del peligro que suponen los explosivos no detonados. Y, por otro lado, ayuda la caída del precio de la chatarra, que resulta muy relevante porque muchos de los accidentes se producen cuando los lugareños tratan de retirar el explosivo de las bombas para vender el metal”, explica a Thipasone Soukhathammavong, director general de UXO Lao.

Desafortunadamente, en la primera mitad de 2014 ya se ha superado el número de víctimas de todo 2013. Y, curiosamente, los expertos culpan de ello al rápido desarrollo del país. “Las amenazas han cambiado”, apunta Tim Lardner, consultor técnico jefe del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) en Laos. “Ahora hay más accidentes en proyectos de construcción de infraestructuras, y los agricultores tienen más riesgo porque han ido sustituyendo los tradicionales arados de bueyes por tractores que resultan más pesados y que hacen surcos más profundos. La tecnología que utilizamos sirve para certificar que un terreno es seguro hasta una profundidad de 25 centímetros, pero hay tractores que cavan más hondo y pueden chocar con algún proyectil. Además, también ha aumentado el número de niños que sufren accidentes”, apostilla. De hecho, según Mines Advisory Group (MAG), una ONG internacional que compartió el Premio Nobel de la Paz en 1997, casi el 50% de las víctimas son ahora menores de 12 años.

Puede resultar duro, pero tenemos asumido que no podemos salvar a toda la gente”

Y no parece que la sangría vaya a finalizar. “En Xieng Khuang, que es una de las provincias más afectadas del país, desde el año 2000 hemos limpiado 5.978 hectáreas, lo cual supone solo un 0,35% de la extensión contaminada. A nivel nacional, desde que UXO Lao nació, en 1996, el porcentaje es del 1%”, informa Kingphet Phimmavong, coordinador de la agencia gubernamental en esta provincia nororiental. “Necesitamos más equipos, pero no tenemos los recursos suficientes. Así, el objetivo que se ha puesto el Gobierno de limpiar 20.000 hectáreas al año es inalcanzable. No en vano, en 2013 fueron solo 6.800. Además, con las crisis, varias ONG se han quedado sin fondos y las víctimas han dejado de recibir ayuda”. Sin un sistema de seguridad social sólido, muchos afectados corren un grave riesgo.

Buen ejemplo de ello es el caso de un hombre que trabajaba con una excavadora en la construcción de unas viviendas de Xieng Khuang. Golpeó con el vehículo una bomba de fósforo blanco y decidió retirarla y guardarla por su cuenta, desconocedor de que goteaba por una fuga. Cuando se dio cuenta ya era demasiado tarde, y el agente químico le quemaba las piernas. Aunque acudió a un centro sanitario a tiempo, el desconocimiento del personal médico sobre el tratamiento adecuado provocó su traslado y, finalmente, la amputación de ambas piernas por el retraso en recibir atención adecuada. “Necesitamos dar mayor cobertura a las víctimas, pero este año todavía nos faltan 2,5 millones de dólares (1,9 millones de euros) para alcanzar el presupuesto de 9,4 millones (7,2 millones de euros) que necesitamos”, reconoce el director de UXO Lao.

“Nos encontramos ante un importante dilema”, añade Lardner. “Al ritmo al que avanzan los trabajos se tardarán muchas décadas en lograr que todo el territorio de Laos sea seguro. Para entonces, en 50 o 100 años, la mayoría de los explosivos habrán quedado completamente inutilizados. Teniendo en cuenta que los trabajos de eliminación son muy costosos y que contamos con recursos menguantes, tenemos que preguntarnos qué grado de riesgo estamos dispuestos a correr. ¿Merece la pena limpiar todo un país en el que la escasa población está muy dispersa o deberíamos centrarnos únicamente en las zonas prioritarias?”.

El Gobierno se ha propuesto eliminar todos los explosivos de las zonas prioritarias en 2020

Soukhathammavong reconoce que hay zonas en las que los 1.200 empleados de UXO Lao no se adentran: “Sobre todo en aquellas infestadas de minas antipersona. Los estadounidenses las plantaron en las cumbres de montes de difícil acceso que utilizaban para controlar el terreno y a las que llegaban en helicóptero. Esas zonas están claramente identificadas y los habitantes de los alrededores saben que no deben acercarse a ellas. No tiene sentido gastar ahí los recursos”. Por otro lado, la mayor parte de los proyectiles de las bombas de racimo se encuentran en la densa jungla del país, donde el número de víctimas es reducido. “Puede resultar duro decirlo así, pero tenemos asumido que no podemos salvar a toda la gente”.

De hecho, para obtener los mejores resultados posibles, el Gobierno ha diseñado un plan en el que se han identificado 64 zonas prioritarias en las que se concentran los trabajos de eliminación de explosivos que llevan a cabo UXO Lao y otras 13 organizaciones similares. “Nuestra prioridad es doble: garantizar la liberación de nuevos terrenos para el cultivo de alimentos, y asegurar que la construcción de infraestructuras clave, como pueden ser colegios o carreteras, se lleve a cabo sin víctimas”, apunta el director de UXO Lao. “Estos dos apartados son clave para el desarrollo económico de las zonas rurales del país, al que afecta seriamente la abundancia de explosivos”.

Por eso, los grupos de hombres y mujeres que utilizan anticuados detectores de metales alemanes para eliminar los peligrosos artefactos aparecen casi siempre cerca de núcleos urbanos. Se mueven poco a poco, prestando toda su atención a los indicadores de los aparatos. Van delimitando las áreas en las que puede haber algún explosivo. Con mucho cuidado, se limpia de vegetación la zona sospechosa y, finalmente, se deja al descubierto el proyectil. Otro experto analiza la posibilidad de retirarlo teniendo en cuenta el modelo, su estado, y su posición. Según lo que decida, será retirado para hacerlo estallar junto a otros en una zona segura, o se procederá a su eliminación en ese mismo lugar. En ese caso, un fuerte estallido provoca una columna de humo negro y un silencio fúnebre entre quienes se han situado a una distancia segura.

Sorprende que los equipos de UXO Lao cuenten únicamente con protección rudimentaria. “Afortunadamente, a diferencia de lo que sucede en Camboya, aquí las minas antipersona son raras —en 2013 UXO Lao destruyó 73.000 explosivos, de los que solo 48 pertenecían a esa categoría—. Como las minas son los artefactos más peligrosos, que haya pocas reduce notablemente los accidentes entre nuestros equipos de eliminación”, justifica Soukhathammavong. “No obstante, los aparatos con los que contamos son muy antiguos y el problema es que nos hacen perder mucho tiempo, porque detectan todo tipo de metales que tenemos que sacar a pesar de que sean inocuos”.

Muchos se juegan la vida buscando minas para venderlas como chatarra. Es su único medio de vida

El objetivo ahora es adquirir detectores dinámicos, como los que en Afganistán permiten peinar hasta 900 hectáreas en solo 50 horas. “El inconveniente está en que cada unidad cuesta de 3.000 a 8.000 dólares (entre 2.300 y 6.100 euros). Y con la falta de fondos que sufren las ONG, va a ser complicado comprar los que necesitamos”, se lamenta Phimmavong. “Así, será imposible alcanzar el objetivo que ha impuesto el Gobierno para 2020: destruir todos los explosivos en las 64 zonas prioritarias, educar a toda la población de riesgo, y dar soporte a las víctimas”.

Además, los responsables de UXO Lao, organización que desde el año pasado depende directamente del primer ministro, reconocen que uno de los mayores peligros está en la posible subida del precio de la chatarra. “Las magníficas cifras de 2013 pueden terminar siendo un espejismo”, avanza el coordinador de la organización en Xieng Khuang. “Porque antes se pagaba el kilo de chatarra a 2.000 kip (20 céntimos de euro), pero ahora ha bajado a 500 kip (5 céntimos). No es aliciente suficiente para quienes se juegan la vida buscando bombas y desactivándolas para vender el metal. Pero el precio volverá a subir, y con él la cifra de víctimas”.

Luong es uno de los muchos que adquirió un viejo detector de metales vietnamita para ir por su cuenta en busca de explosivos. Su objetivo eran siempre las grandes bombas de más de 50 kilos, de las que Estados Unidos lanzó más de cuatro millones. “El detector me costó solo 100 dólares (75 euros), y vaya si lo he rentabilizado”, cuenta entre risas en su pequeña casa de adobe con techo de paja. “Por cada bomba grande que encontraba, mi familia comía 4 meses. Pero ahora el precio del acero es muy bajo, así que estamos a la espera de que suba para volver a salir con el detector”, afirma. Sabe que eso le puede costar la vida, pero asegura que merece la pena correr el riesgo porque la alternativa es “no tener nada que llevarse a la boca”.

No es el único desesperado. En este pequeño poblado de la provincia de Xieng Khuang, muchos vecinos tienen uno de esos detectores escondidos en casa. De hecho, hay quienes utilizan las carcasas de las bombas para utilizarlas como jardineras o, incluso, como pilares para las tradicionales edificaciones palafíticas. Luong ha decidido darles otro uso con la ayuda de un familiar: funden el metal y lo convierten en herramientas para trabajar el campo. “Las vendemos a los vecinos o en el mercado, y se pagan mejor que la chatarra, así que es una buena fórmula para sobrevivir”, explica.

El 58% de los agricultores laosianos asegura que su tierra está todavía contaminada de explosivos

Su mujer, sin embargo, trata de disuadirle en su empeño por continuar buscando proyectiles. “Ya tenemos dos lisiados en el poblado, y no quiero que él sea el tercero. Le pido que busque un trabajo en la construcción, porque no tenemos tierra, y trato de convencerle preguntándole qué será del futuro de nuestros cuatro hijos si no puede trabajar”, cuenta. “Pero es muy cabezota”. Luong ríe a su lado mientras saborea un vaso de licor de arroz: “Quienes tiraron esas bombas son los que tendrían que darnos ahora un futuro. Destrozaron nuestro país sin razón alguna, desaparecieron, y todavía hoy muere gente por su culpa”, espeta Luong en referencia a los americanos.

A pesar del dolor causado por Estados Unidos, que continúa incluso medio siglo después de acabada la guerra, pocos guardan rencor. “Ahora tenemos que centrarnos en dejar atrás aquel triste episodio, y Washington es uno de nuestros principales donantes —el 90% del presupuesto de UXO Lao procede del extranjero— para eliminar los explosivos que lanzaron sus miliares”, afirma Soukhathammavong. Pero el ritmo al que avanzan los trabajos es extremadamente lento. Según una encuesta realizada en 2011 por MAG, el 58% de los agricultores laosianos asegura que su tierra está todavía contaminada de explosivos, y que eso les impide aumentar la superficie arable y, por ende, mejorar su calidad de vida.

“Laos sigue siendo uno de los países más pobres de Asia —en torno al 44% de la población vive con menos de un euro al día, y el Programa Mundial de Alimentos considera que la mitad sufre inseguridad alimentaria—, y las diferencias entre las zonas rurales y las urbanas aumentan rápidamente”, explica Tim Lardner. “Por eso, tenemos que continuar trabajando conjuntamente con el sector privado —en torno a un tercio del costo de la eliminación de explosivos corre a cargo de las empresas que explotan plantaciones o construyen infraestructuras— para evitar que el repunte de víctimas se acentúe. Porque todavía solo hemos rascado la superficie del problema”.

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